La noche había caído con una lentitud exasperante sobre la ciudad. Los ventanales de la torre empresarial reflejaban las luces titilantes del tráfico, como si el tiempo hubiera querido quedarse atrapado entre cristales y asfalto. Jimena caminaba con paso firme por el vestíbulo, su bolso colgando del brazo y su blazer bien acomodado sobre los hombros. Su rostro, sereno pero contenido, no dejaba entrever el torbellino que le ardía por dentro.
Tiago había salido por otra puerta, minutos antes, sin mirar atrás. Como si fueran dos desconocidos más dentro de una compañía donde las reglas eran claras: discreción, profesionalismo... y nada de lo que habían hecho entre esas cuatro paredes.
Cuando llegó al estacionamiento, Jimena apretó el control del auto con más fuerza de la necesaria. Subió a su lujoso sedán, cerró la puerta con un suspiro y permaneció un segundo largo con las manos sobre el volante. Se miró en el espejo retrovisor. Su reflejo devolvía una imagen de elegancia fría, labios pi