Las agujas del reloj seguían dando vueltas, como la cabeza se Jimena. Pero eso no significaba que podía parar de trabajar.
La sala de juntas estaba inundada de luz natural. Las paredes de vidrio reflejaban la imponencia del edificio, mientras los altos ejecutivos tomaban asiento alrededor de la gran mesa de roble oscuro. Jimena, con su porte firme y elegante, revisaba unos documentos sin levantar la vista, como si nada pudiera perturbar su concentración. El silencio se rompía solo por el roce de las hojas, el sonido de los bolígrafos y algún que otro murmullo de los asistentes.
Tiago entró último.
Llevaba su traje impecable, la camisa sin corbata y el mismo aire sereno con el que había conquistado silenciosamente cada rincón de la empresa. Nadie sospechaba lo que había entre ellos. Nadie, salvo Jimena, sabía cómo esos labios sabían a fuego. Cómo esas manos podían convertir un suspiro en una súplica. Cómo la transformaba en una joven deseosa de pasar cada segundo en sus brazos.
Se sen