La noche había caído con una suavidad engañosa sobre la ciudad. La mansión de Jimena estaba silenciosa, apenas iluminada por las lámparas tenues de los pasillos.
Pero dentro de ella… había un incendio.
Jimena estaba en su habitación, con una bata de seda que caía sobre su cuerpo como una segunda piel. Sentada en la orilla de la cama, con las piernas cruzadas y el cabello suelto, observaba su reflejo en el espejo del tocador.
No podía dejar de pensar en él.
En Tiago. En ese beso robado.
En la fuerza de sus brazos. En el calor entre sus cuerpos. En cómo la alzó como si fuera de su propiedad… y ella no protestó.
Se apretó los muslos, sintiendo el eco de aquella presión deliciosa, y se obligó a respirar hondo.
—¡Basta! —se dijo con firmeza.
Pero no bastaba.
El recuerdo de sus labios sobre su cuello aún le hacía erizar la piel. Sus pezones se endurecieron solo con la imagen de su boca descendiendo.
Y su entrepierna… ardía.
Se puso de pie de golpe. Caminó por la habitación como una fiera en