La casa estaba en silencio, tan quieta como un sueño profundo. Solo el tic-tac del viejo reloj del salón acompañaba mis pasos cuidadosos. Las botas en mis pies amortiguaban el sonido contra el suelo de piedra, y la mochila colgada sobre mis hombros pesaba menos que la determinación en mi pecho.
Eran las tres de la mañana.
La hora perfecta para desaparecer.
Me deslicé por las escaleras con cuidado, conteniendo incluso la respiración al pasar frente a la habitación de Caleb. Si algo no necesitaba esta madrugada era su mirada fría o sus frases cortantes. Solo quería cumplir mi objetivo. Salvar a mi padre. Sacarlo del infierno en el que Naia lo mantenía encerrado.
Mi mano ya estaba sobre el picaporte de la puerta principal cuando una luz se encendió detrás de mí.
Me congelé.
—¿Y a dónde crees que vas? —la voz grave de Caleb rompió la quietud.
Giré lentamente. Él estaba en el umbral del pasillo, descalzo, con una camiseta oscura que se pegaba a su cuerpo por la tensión de sus músculos. Sus