RONAN
Desperté con un rugido atragantado en la garganta, la cabeza me latía con fuerza y mis extremidades ardían. Intenté moverme, pero las cadenas de plata se clavaron en mi piel, quemándome con su veneno.
Gruñí, tensando los músculos hasta que sentí cómo la carne chisporroteaba contra el metal. El dolor era insoportable, pero nada comparado con la rabia que me consumía por dentro.
—¿Astrid…? —murmuré, con la voz rasgada. Miré alrededor, las paredes de piedra del calabozo se cerraban sobre mí, húmedas y oscuras. Un olor a tierra y desesperación impregnaba el aire.
—¡Astrid! —grité, esta vez con toda la fuerza que me quedaba.
Los ecos de mi voz rebotaron en las paredes, devolviéndome un vacío aterrador. El tiempo se alargó en una agonía silenciosa, hasta que escuché pasos acercándose. Mis sentidos se agudizaron, un beta se apareció frente a la celda, las llaves tintineando en su mano. Sus ojos evitaron los míos mientras se agachaba para abrir el candado.
—¿Quién te envió? —le espeté,