RONAN
El aire en la sala se sentía denso, cargado de tensión y desesperación. Caminaba de un lado a otro, con las manos en el cabello, sin saber qué hacer.
Las paredes parecían encogerse, y cada paso que daba resonaba como un eco de mi frustración. Mi madre, Marina, estaba sentada en una de las sillas cerca de la chimenea, sus manos entrelazadas sobre su regazo, observándome con esa mezcla de compasión y resignación que tanto odiaba.
—Tienes que calmarte, hijo —me dijo con voz suave, aunque en sus ojos había un destello de preocupación—. Perder la cabeza no va a solucionar nada.
Me detuve en seco, girándome hacia ella. —¿Cómo me pides eso? —Mi voz salió más dura de lo que pretendía—. ¡No puedo calmarme, mamá! No después de lo que pasó… No después de que todos la vieran…
Mi voz se quebró al final, y tuve que tragar el nudo que se me formó en la garganta. Me apoyé contra el escritorio, los nudillos blancos de tanto apretar el borde de madera.
Astrid estaba ahí arrodillada con la respir