RONANPasé toda la tarde encerrado en mi estudio, fingiendo que los papeles frente a mí tenían algún propósito, alguna utilidad. Pero no. Ni los informes del norte, ni los reportes sobre los límites de las manadas, ni siquiera las solicitudes de audiencia de los alfas de los clanes aliados podían hacerme ignorar lo que había sucedido.Eunice se había ido.Con el león.Ella no había tenido la culpa… pero alguien tenía que asumir la responsabilidad. Y esa persona había sido yo.No quería pelear con ella. No quería ver cómo se quebraba otra vez. Pero tampoco podía permitir que el caos se infiltrara en mi manada. Naia tenía razón. El león no podía quedarse. Por más que me pesara.A veces como Alfas teníamos que tomar decisiones difíciles. —¿Estás vivo o qué? —Rambo irrumpió sin golpear, como era costumbre en él. Se tiró a una de las sillas frente a mi escritorio y alzó una ceja—. Llevas horas con esa cara de muerto.—No estoy de humor, Rambo.—Lo noto. Por eso vengo con buenas noticias —
RONAN—¿Han visto a Astrid? —pregunté a algunas omegas que encontré en la cocina. —No alfa, no la hemos visto. Astrid no estaba por ninguna parte. Ni en su habitación, ni en los jardines, ni siquiera en el campo de entrenamiento donde a veces iba a liberar tensión. La casa real se sentía vacía sin su presencia.Fui hasta la casa de Elliot. Tal vez había ido a visitarlo a él. Tal vez necesitaba un consejo, un respiro, algo. Después de lo de Eunice, ella no estaba del todo bien. —No la he visto —me dijo Elliot, frunciendo el ceño con sincera preocupación—. ¿Está desaparecida?—No lo sé —reconocí. Y esas palabras me calaron como cuchillas. Yo no sabía. Y eso, tratándose de Astrid, no era aceptable—. Tiene horas que nadie la ha visto. —Entonces vamos a buscarla.Volvimos juntos a la casa real. Nada. Nadie la había visto desde temprano.Fue Freya quien, sentada en la sala, soltó con voz vacía:—Tal vez… se dio cuenta de que este no era su lugar. Y decidió regresar a su manada.La forma
RONANHabía pasado la noche junto a ella, sin pegar un ojo.La observaba respirar, suave… constante. Cada exhalación era un consuelo. Cada leve movimiento de sus párpados me recordaba que seguía aquí, aferrada a la vida, a pesar de mí… a pesar de todo.No solté su mano ni un solo segundo. El médico había dicho que su condición era estable, que si seguía así, pronto podría despertar. Esas palabras me dieron algo que no me había permitido tener en mucho tiempo: esperanza.Le acaricié la mejilla con la yema de los dedos. Su piel ya no estaba tan fría.—Vamos, Astrid… regresa a mí.El amanecer entraba por la ventana cuando Lucian irrumpió en la habitación.—Papá —dijo con urgencia—. Freya está abajo… tiene una maleta. Dice que se va.Sentí una punzada aguda en el pecho. —Quédate con ella —le pedí a Lucian.Y bajé.Naia y Freya estaban en la sala. Dos maletas a su lado. Freya me miró, con los ojos enrojecidos pero decididos. Y Naia, con los labios apretados, como si quisiera proteger a nue
MAGNUSLo primero que hice fue lanzar el portavasos contra la pared. El golpe seco fue como una descarga que no alivió nada, pero necesitaba destrozar algo. Mi puño temblaba, y no de miedo. De rabia.Mis pulmones no daban abasto, jadeaba como un maldito animal acorralado.—¡Maldita sea! —rugí, y de un solo manotazo barrí todo lo que había sobre el escritorio. Papeles, mapas, el sello real, incluso el reloj antiguo de mi padre. Todo cayó al suelo con un estruendo que vibró en mi pecho como si fuera el eco de una guerra interna.Mi beta, Silas, ni se movió. Permanecía de pie, con las manos cruzadas a la espalda, aunque sus ojos decían más de lo que su boca estaba dispuesta a soltar.—¿Lo sabías, verdad? —le gruñí, con los dientes apretados—. ¿Desde cuándo?—Hoy lo confirmaron oficialmente —dijo con su tono mesurado, casi clínico—. El reino de la Tierra ha decidido cancelar la alianza.Sentí que me arrancaban un pedazo de piel. Esa alianza me había costado años. Y ahora… ¿se rompía así,
ASTRIDCaminábamos en silencio por el sendero que llevaba al campo de entrenamiento. Elliot iba a mi lado, con las manos en los bolsillos y esa expresión que usaba cuando estaba pensando demasiado. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo le daba vueltas en la cabeza. Finalmente, habló.—Ese collar —dijo, con la mirada puesta en el amuleto que colgaba de mi cuello—. El de las lunas de los Alfas… ¿Ronan te lo dio?Lo miré, sintiendo cómo una suave oleada de calor me subía por el pecho. Apreté el colgante entre mis dedos antes de asentir.—Sí —respondí—. Me lo dio hace poco. Elliot se detuvo en seco. Yo avancé un paso más y luego giré para enfrentarlo. No era sorpresa para ninguno de los dos.—¿Entonces ya…? —dijo, sin necesidad de terminar la frase.Asentí otra vez, esta vez más despacio.—Sí, Elliot. Mi relación con Ronan… pasó al siguiente nivel. Y no fue solo eso. Me enamoré de él.La forma en que tragó saliva me rompió un poco el alma, pero él solo desvió la mirada por un
ASTRID Cruzamos los grandes portones del Reino del Viento, y el pasado se me vino encima como un vendaval helado.La mansión se alzaba imponente, igual que la recordaba, con esas torres grises que cortaban el cielo y ese aire húmedo que olía a bosque y a memorias enterradas. Pero esta vez, no llegaba como la esposa traicionada, sino como la reina del Reino del Fuego. Y eso lo notaron todos.Apenas entramos al vestíbulo, las miradas comenzaron a clavarse en mí como cuchillos invisibles. Murmullos. Silencios abruptos. Algunas bocas se fruncían con desagrado, otras solo me seguían con asombro. Lo sentí todo. Porque yo había sido una de ellos. Había amado este lugar. Había dado todo por esta manada… y ellos me dieron la espalda cuando más lo necesité.Recordé esa noche con claridad hiriente.Magnus me miraba con esa frialdad con la que se desecha a alguien que ya no importa. Esa fue la última vez que lloré por él. Esa fue la última vez que me rogué a mí misma quedarme.Ahora, caminaba en
RONANEl motor rugía suave, casi como un susurro bajo la música apagada del tablero. El cielo estaba cubierto, grisáceo, como si el mundo también presintiera lo que se venía. Astrid miraba por la ventana desde el asiento del copiloto, el cabello recogido en una trenza suelta que dejaba mechones escapar por su rostro. Desde que salimos, no había dicho una palabra.Yo tampoco.Pero el silencio pesaba más que cualquier discusión.—No podías haber ido sola —solté de pronto, sin poder contenerme más.Ella giró lentamente el rostro hacia mí.—No fui sola. Elliot estaba conmigo.—Elliot es un omega. Magnus es un Alfa. Un Alfa enfermo, cruel, manipulador. ¿Y tú vas, así, sin decirme nada?—¡No necesitaba tu permiso! Sigrid, murió—espetó, con la voz afilada como cuchillas.—¡No se trata de permiso, Astrid! Se trata de que eres mi esposa. Eres la reina del fuego. ¡Y ese bastardo es peligroso!Astrid cruzó los brazos, apretando la mandíbula.—¿Y qué querías? ¿Que me escondiera para siempre? ¿Qu
Los golpes de Ronan resonaban secos en la puerta de la habitación de Lucian. Una, dos, tres veces. Pero no hubo respuesta.—¡Lucian! —llamó Ronan, con la voz cargada de autoridad—. Abre la puerta, ahora.Silencio.Podía sentir la impaciencia de Ronan aumentar. Sus puños se cerraron a los costados, su mandíbula apretada, ese gesto que solo mostraba cuando estaba a punto de perder el control.—Déjame a mí —le dije suavemente, colocando una mano sobre su brazo.Me miró de reojo, su ceño aún fruncido, pero asintió. Me acerqué a la puerta, respiré hondo.—Lucian, soy yo —dije, con toda la dulzura que pude reunir—. Solo quiero hablar contigo. No estás solo, ¿sí? Puedes confiar en nosotros.Segundos. Largos. Nada.Ronan ya no esperó más. Empujó la puerta con fuerza y esta se abrió de golpe, golpeando la pared.La habitación estaba vacía.La ventana, abierta.La brisa de la noche entraba fría, agitando las cortinas con un movimiento burlón. Me acerqué al alféizar y vi las marcas en el marco, l