ASTRID
Los escombros permanecían en silencio. En el campo donde se alzaba el Quinto Reino, solo quedaban ruinas humeantes, retazos de muros rotos y el eco de un fuego que se negaba a apagarse.
Me mantuve erguida, el arco y las flechas colgando a mi espalda ya sin peso; mis manos apretaron el mango de una flecha rota, golpeada en la batalla, como recuerdo del fragor que se vivió.
Hace solo dos días todo había sido brutalísimo, cruento y sin tregua. Lo recuerdo como si lo viviera en cámara lenta: las explosiones mágicas de Naia, los gruñidos de Lucian convertido en monstruo, los gritos de mis betas, la sangre de mi esposo… de mi hijo. Pensé que no habría salida. Pensé que, de lograrlo, las tres manadas saldrían unidas, pero mi corazón… mi corazón se rompió con la muerte de dos de mis hijos.
El recuerdo de Naia antes de morir aún me laceraba: aquel desprecio iluminando sus ojos era parte de su victoria, su gracia final. “Solo yo sé dónde está tu hijo”, me lanzó con una voz cargada de ve