El salón de la Cámara de Empresarios hervía de murmullos, de flashes que se encendían como relámpagos atrapados en un cielo cerrado. El aire olía a perfume caro, a expectación contenida y a ese matiz eléctrico que preludia el escándalo. Vladislav Drakos estaba allí, erguido, impecable en su traje oscuro, la mirada de acero dirigida hacia adelante, como si el peso de las acusaciones de asesinato no lo doblegara ni un ápice. A su lado, Adara mantenía la serenidad que tantas veces había ensayado frente al espejo de sus propias tormentas. Ionela, siempre con el gesto calculado y venenoso, completaba aquel cuadro que la prensa devoraba como un banquete.
El moderador presentó la rueda de prensa con palabras huecas, pero apenas terminó, todos los ojos se dirigieron hacia Vladislav. Las cámaras parecían querer atravesarlo.
—Señor Drakos —preguntó el primer periodista, levantando la voz por encima del murmullo—, ¿cómo responde a quienes lo señalan como responsable directo de la muerte del mini