—¿Qué mierdas fue todo eso? —murmuró Vlad para sí mismo en un arranque de frustración en la entrada del edificio.
«No dudes de lo que bien sabes», refutó Varkar ansioso.
El aire de Bucarest se sentía frío, cargado de esa humedad que cala en los huesos. Salió del edificio con pasos largos, la mandíbula apretada y los ojos ardiendo con un brillo que no lograba controlar. No se reponía, no podía; su piel todavía ardía con el recuerdo de Adara, de su boca, su cuerpo, de ese instante en que la Luna misma había decidido frenarlos.
Pero más allá del deseo, lo que lo desquiciaba era el peso invisible de lo que había sentido. Esa conexión que lo había dejado vulnerable, expuesto, como si su alma hubiera quedado entrelazada con la de ella.
«Destino», se repetía en silencio sin poder creer la única idiotez que se atrevió a decirle a Adara ante la evidente sorpresa de ella, lo odiaba.
Había olvidado que frente a la entrada lo esperaba Blade, recargado contra el auto con las manos en los bolsillos