Esa misma noche, mientras Adara se debatía entre la fuerte impresión que recibió con la revelación de su verdadero origen y su incredulidad, en la mansión Drakos, cerca de la medianoche el teléfono de Florin vibró en el bolsillo de su pantalón con una insistencia extraña, como si el metal ardiera contra su pierna. Contestó sin mirar el número, con la voz áspera de quien no esperaba nada bueno a esas horas.
—¿Sí?
Al otro lado, la voz entrecortada de una mujer le heló la sangre. Cada palabra era un cuchillo: la señorita Irina… colapso… clínica privada… estado crítico. El murmullo de monitores, el eco de pasos apresurados y el tono clínico, demasiado neutro, le confirmaron que aquello era cierto.
El aire le faltó de golpe. Su garganta se cerró. Una miembro de su manada estaba en riesgo. El mundo alrededor se volvió un ruido distante.
—No… —murmuró, como si pudiera deshacer la noticia negándola.
Cortó la llamada con manos temblorosas. Caminó a ciegas por el pasillo hasta encontrar a Vladi