Eryndor, desde la distancia era consciente de la presencia extraña que se si bien no estaba en las tierras élficas sí podía tener la virtud de percibir que finalmente Adara había logrado volver a su llegar, sus tierras. Para él, la amenaza no era preocupación que le inquietara. Al contrario, disfrutaba hacerles creer que nadie se daba cuenta e su constante acecho. Él sí sabía quién era, lo sentía; solo aguardaba el momento justo en el que los caminos se deben cruzar.
A unos metros de distancia, Adara y Vladislav miraban con atención al horizonte, al colorido resplandor que los rayos del sol reflejaban sobre las tierras.
El viento del norte aullaba como si arrastrara los susurros de los muertos. Las montañas que rodeaban el valle natal de Adara se alzaban con la misma solemnidad de un juramento antiguo. Allí, entre piedras cubiertas de musgo y árboles que parecían custodios del tiempo, ella caminaba descalza, sintiendo el frío de la tierra mezclarse con un calor interno que no comprend