La noche había caído sobre el valle, cubriendo el campamento con un velo de sombras y murmullos. El fuego chisporroteaba en el centro, lanzando destellos anaranjados sobre los rostros de los lobos que descansaban alrededor. Adara permanecía sentada junto a Vladislav, envuelta en una capa de piel, pero su mente estaba lejos, perdida en la imagen que la había perseguido desde el estanque.
Los ojos del hombre que había visto —esos ojos idénticos a los de Vladislav— no la dejaban en paz. Cada vez que parpadeaba, la escena volvía con más fuerza: el fuego, los gritos, la figura observándola entre las llamas. No sabía si era un recuerdo o una visión, pero algo dentro de ella le decía que no debía ignorarlo.
Vladislav, sentado a su lado, fingía serenidad, pero el vínculo que los unía latía con una inquietud que no lograba disimular. Su lobo, Varkar, se agitaba en su interior, impaciente, olfateando el aire, sintiendo la perturbación en el alma de su compañera.
«Ella oculta algo», gruñó la bes