El aire frío de la mañana se sentía denso en la mansión Drakos. Vladislav acababa de regresar de su noche errante, con la cabeza llena de pensamientos confusos y la ira aún a flor de piel. Cada paso que daba por los largos pasillos de la mansión resonaba como una advertencia, como si los ecos de sus propios pensamientos estuvieran acechandolo en las sombras. La casa, con sus paredes silenciosas y su frío decorado imponente, parecía ser el reflejo perfecto de su estado interno: roto, desconcertado y peligrosamente al borde del colapso.
Cuando entró al vestíbulo, se encontró con Florin, quien lo observaba desde un rincón. No disimuló, mantuvo sus ojos fijos en él con una mezcla de desaprobación y preocupación. Vladislav, quien hasta entonces había intentado bloquear cualquier pensamiento que le recordara la angustia que había dejado atrás, no pudo evitar sentir el peso de la mirada de su Beta.
—¿Qué pasa, Florin? —preguntó en un tono de voz baja, pero cargada de tensión.
Florin levantó