La mañana avanzaba lentamente en el departamento de Adara. El café aún humeaba en la taza, pero ella apenas lo había probado. Se encontraba sentada frente a la mesa de la cocina, con la mirada perdida en la espuma marrón.
Había despertado con la sensación de haber vivido una pesadilla, aunque no recordaba nada. El silencio de la sala, la alfombra ligeramente arrugada como si hubiera pasado horas ahí, le provocaba un escalofrío.
—Tal vez trabajé demasiado… —se dijo en voz baja, intentando convencerse.
Se levantó con pesadez, se duchó, vistió con su habitual ropa formal y salió rumbo al bufete. Todo parecía encajar en la normalidad cuando su auto salió del estacionamiento y se adentró al tráfico matutino de las calles de Bruselas húmedas por la llovizna, los transeúntes apurados, los escaparates de las tiendas abiertas y relucientes. Sin embargo, en lo profundo de su pecho, un vacío incómodo la acompañaba, como si le hubieran arrancado un fragmento de memoria vital.
En su despacho, todo