Elia despertó con la sensación de que había algo distinto en su cuerpo. No era dolor ni agotamiento. Era una memoria que no le pertenecía, y sin embargo respiraba en su médula, como si hubiera sido sembrada en sus huesos generaciones atrás. Al incorporarse, sus manos temblaban levemente, como si quisieran recordar un gesto que nunca había hecho. Afuera, el aire estaba quieto. El bosque, suspendido en una pausa que no era silencio, sino escucha. Incluso las aves parecían contener sus trinos, como si la mañana supiera que ese día no debía comenzar con ruido, sino con reverencia.
Caminó hacia el claro mayor, donde se había reunido el Consejo la noche anterior. Las huellas del rito seguían marcadas en la tierra: restos de ceniza, espirales de corteza, hilos rojos entrelazados con hierbas. Nadie había tocado nada. Era como si el bosque mismo hubiera decidido conservar esa escena, como se conservan los signos antes de una nueva escritura. El musgo crecía más espeso en los bordes, como si ab