El amanecer no fue un cambio de luz, sino un cambio de ritmo. El canto de las aves se moduló como un lenguaje ancestral, y el viento entre los árboles pareció pulsar con una cadencia reconocible. Elia abrió los ojos sin sobresalto, como si la noche le hubiese susurrado que el momento había llegado.
Cada sonido del amanecer tenía intención. El crujido de una rama al este. El zumbido breve de un insecto que no volaba. El aire, incluso, parecía medirse antes de entrar en sus pulmones.
Riven ya no dormía. Estaba sentado a pocos pasos, de espaldas a ella, con las manos hundidas en la tierra. Cuando Elia se incorporó, él no se giró. Solo habló:
—Hoy escucha. Más que nunca.
Ella asintió, sin necesidad de más explicación. El hilo en su muñeca palpitaba lento, como un tambor ritual. Tomó el cuaderno, la figura de hueso y el trozo de savia petrificada. Los tres objetos parecían haber cambiado de peso, como si tuvieran intención propia.
Caminaron sin palabras. El sendero que se abría ante ellos