Durante unos segundos, no supo si había regresado o si apenas comenzaba a irse. Su cuerpo no despertaba: germinaba. Elia abrió los ojos con lentitud, la respiración aún anclada en otro ritmo. El techo de ramas entrelazadas parecía distinto, como si el sueño hubiese dejado una huella visible en el mundo. El aire tenía un espesor vegetal, como si el bosque hubiera exhalado muy cerca de su oído.
El hilo en su muñeca había cambiado de color. Ahora mostraba un matiz ocre, casi ámbar, como la resina atrapada en los árboles milenarios. Elia lo observó un instante, sin prisa. El hilo parecía contener luz detenida. Como si en su interior aún vibrara la canción de un árbol antiguo. Sabía que no era un adorno: era una memoria viva.
Saldría ese día sin cuaderno, sin cántaros ni mapas. Solo con sus manos, sus pies y el eco de lo vivido en el pecho. Antes de partir, Lena le entregó una pequeña hoja seca, enrollada como una espiral. No dijo nada. Solo asintió con los ojos. Elia guardó la hoja en su