Elia despertó con el primer resplandor del amanecer filtrándose entre las rendijas de la cabaña. La noche había sido serena, sin sueños vívidos ni visiones, pero al abrir los ojos, sintió que algo había cambiado. No era el mundo exterior. Era dentro de ella. Un eco suave, una certeza sin forma que vibraba muy por debajo de los pensamientos. Se incorporó despacio, como si cada movimiento formara parte de un ritual que aún no comprendía del todo.
Antes de abrir los ojos por completo, una imagen fugaz del sueño la alcanzó: una raíz luminosa descendía en espiral, atravesando capas de tierra hasta tocar una piedra que cantaba. No supo si lo había soñado, o si era la memoria de otra. Pero la sensación que dejó era clara: una promesa que aún no se había pronunciado.
Al acercarse a la ventana, vio que la bruma matinal aún no se había disipado del todo. El bosque parecía envuelto en un susurro. No el silencio habitual del alba, sino un tipo de quietud que parecía contener un lenguaje. Tomó una