En una cámara tallada bajo la roca, lejos del bosque y de la luna, el Consejo se reunió. Antes de que la mesa encendiera su espiral de vetas, un cuenco de obsidiana se volcó solo. El líquido en su interior —aceite negro— se extendió hacia el suelo, formando una línea curva que cruzaba el círculo como si marcara un nuevo eje. El aire olía a sal, a luna llena y a pérdida.
La mesa era circular, de piedra negra, con vetas que se encendían cuando un nuevo nombre era pronunciado en el Velo. Aquella noche, una luz emergió sola, sin convocatoria.
Un nombre. Una runa. Un pulso.
Yshaen. Nadie pronunciaba ese nombre desde hacía siglos. No porque lo hubieran olvidado, sino porque decirlo implicaba aceptar que el silencio no fue suficiente.
La Vigía de la Medianoche fue la primera en levantar la vista. Sus ojos, blancos como hueso de luna, parpadearon sin expresión. Sus labios no se movieron, pero su voz resonó en la sala, como si el eco hablara por ella.
—El nombre ha despertado.
El Portador de C