La madrugada envolvía la cabaña en una calma quebradiza. Lena dormía en la habitación contigua, su respiración pausada como un reloj antiguo. Elia, en cambio, no lograba conciliar el sueño. Estaba sentada junto al fuego, envuelta en una manta, con la runa lunar aún brillante bajo la piel. No de forma constante, sino como un pulso intermitente. Como si algo —o alguien— la llamara desde lejos.
Cada vez que el fuego lunar palpitaba en su brazo, Elia sentía que le respondía una memoria. No suya. De otra. Como si la marca fuese una lengua antigua aprendiendo a hablar a través de ella.
Riven dormía en el umbral, no por desconfianza, sino por costumbre. Él era guardián antes que hombre. Pero aún en su descanso, su cuerpo seguía tenso, como una cuerda a punto de soltarse.
Elia observaba las llamas, intentando leer en ellas un lenguaje secreto. Sabía que el fuego lunar se activaba con más que voluntad. Reaccionaba a la verdad. A la historia que vivía bajo la piel.
De pronto, una chispa más alt