Elia llegó a la cabaña cuando el cielo comenzaba a teñirse de púrpura. El viaje de regreso desde el Claro Espejado no había sido largo en distancia, pero sí en peso. Cada paso parecía arrastrar ecos del bosque, del fuego y de las visiones. Y aún más: sentía que alguien —o algo— la había seguido hasta las afueras del pueblo. La pluma plateada que guardaba en el bolsillo interior de su capa no pesaba, pero su significado sí.
Lena la esperaba en la entrada. Se acercó, como si fuera a abrazarla, pero se detuvo. En lugar de eso, colocó una mano sobre el brazo de Elia, justo donde brillaba la runa.
—Está viva —murmuró más para sí que para ella.
Y la retiró, como si tuviera miedo de encender algo por accidente.
Sus ojos, cansados pero agudos, recorrieron el rostro de Elia, buscando no heridas, sino cambios. La runa lunar seguía visible, latiendo débilmente en su antebrazo. Lena suspiró.
—¿Viste lo que necesitabas ver?
—No todo —respondió Elia, bajando la capucha—. Pero vi suficiente para sab