Killian
Estoy perdiendo la jodida paciencia.
Ariana me evita como si yo fuera la plaga. Como si cada segundo que compartimos no hubiera encendido algo imposible de ignorar. Como si no sintiera el mismo fuego corriéndole por las venas cada vez que nuestros cuerpos se rozan —aunque sea por accidente, aunque ella finja que no lo nota.
Y eso me está volviendo loco.
Me crié entre estrategias, traiciones y guerras silenciosas. Sé leer señales. Sé cuando alguien quiere correr, y cuando solo necesita que alguien la detenga antes de hacerlo.
Ella necesita que la detenga. Lo sé. Lo siento. Y aún así, me empuja como si fuera su peor amenaza. Como si temiera que yo pudiera romper su delicada burbuja de control.
Spoiler: puedo. Y lo haré.
La he estado siguiendo. No como Erik —sí, ya lo sé, él cree que su obsesión es una cruzada heroica—. No. Yo la sigo porque necesito entender qué demonios me está pasando con ella. Porque, por primera vez en mucho tiempo, no tengo el control. Y eso, viniendo de alguien como yo, no es solo peligroso. Es letal.
Hoy, el bosque está distinto. El aire huele a tormenta, a tierra mojada, a relámpagos que aún no se atreven a caer. Y eso me inquieta.
Ariana desapareció hace una hora. Nadie sabe adónde fue, y no me sorprende. Tiene talento para huir.
Y para enfurecerme.
La encuentro más rápido de lo que esperaba. Y por supuesto, está sola. En una zona alejada del sendero, justo cuando las primeras gotas empiezan a caer con violencia. Perfecto.
—¿Te parece buena idea perderte con el cielo a punto de partirse en dos? —pregunto, apareciendo entre los árboles.
Ella gira bruscamente, con esa mirada de loba salvaje que finge que no me necesita.
—¿Qué parte de “déjame en paz” no entiendes, Killian?
—La parte en la que lo dices y no lo sientes —respondo, avanzando hacia ella.
—Vete —escupe—. No tienes que protegerme. No tienes que seguirme. No tienes que…
Un trueno nos interrumpe, brutal. La lluvia cae de golpe, pesada como piedras. Ariana se cubre con los brazos y maldice. Sus botas resbalan en el barro. Y entonces, la veo.
La cueva.
Una abertura entre las rocas, oscura y angosta, pero lo suficientemente amplia para protegernos. O para encerrarnos. Según cómo lo mires.
—Allí —digo, tomándola del brazo.
—No me toques.
—Pues corre, si quieres. Pero si te enfermas, no voy a cargar con tu cadáver hasta el campamento.
Me lanza una mirada asesina. Pero sigue mis pasos.
La cueva es húmeda, fría, pero seca por dentro. Apenas entramos, ella se sacude el agua del pelo y me da la espalda. Como si pudiera ignorarme.
Como si el aire no vibrara entre nosotros.
—¿Estás bien?
—¿Desde cuándo te importa?
Sonrío. No puedo evitarlo. Es tan condenadamente orgullosa que dan ganas de empujarla contra la pared solo para escucharla gemir de rabia.
Y de otra cosa.
—Desde que te conocí.
—Lástima. Yo desde entonces quiero golpearte.
—Mientes —digo, acercándome. Cada paso que doy, su respiración se agita. La oigo.
—No. Te odio.
—Entonces, dime por qué me miras como si quisieras arrancarme la camisa con los dientes.
Ella se gira. Su rostro está a centímetros del mío. Sus ojos arden, furiosos, brillantes.
—Eres un imbécil —susurra.
—Y tú… una cobarde.
No sé quién se mueve primero.
Solo sé que, de pronto, mi boca está sobre la suya. Que la beso como si el fin del mundo estuviera contenido en su aliento. Que mis manos se aferran a su cintura, atrayéndola como si mi cuerpo solo encontrara sentido con el suyo pegado al mío.
Y luego…
Pum.
Su mano estalla contra mi mejilla.
El golpe me toma por sorpresa. Pero lo acepto. Porque en sus ojos no hay solo rabia.
Hay miedo. Y deseo.
—¡No vuelvas a hacer eso! —grita, con la respiración entrecortada.
—No te gustó… ¿o te gustó demasiado?
Ella tiembla. Y entonces, me toma por el cuello de la camisa.
Y me besa.
Me besa como si odiarme fuera lo único que le impide desmoronarse. Como si ese beso pudiera romper todo lo que ha reprimido. Como si, por un instante, no importara el mundo, ni las reglas, ni Erik, ni su padre, ni nada.
Solo nosotros. Solo este fuego.
Mis manos recorren su espalda. Siento cada curva, cada tensión. Su cuerpo responde al mío con una desesperación que no sabe fingir. Nos devoramos entre jadeos y mordidas suaves, como dos bestias hambrientas que han fingido demasiado tiempo que no quieren comerse.
Y entonces, ella se separa.
Su aliento agitado. Sus labios rojos, hinchados. Su pecho sube y baja, como si el aire le costara.
—Esto nunca debió pasar —susurra.
Yo no respondo.
Porque sé que ella tampoco lo cree.
Su mirada se cruza con la mía. Y en ese instante, lo entendemos los dos.
Va a volver a pasar.
Lo que sea que haya nacido entre nosotros, ya no puede detenerse.
Puede que lo niegue. Puede que huya. Puede que me odie.
Pero ya es tarde.
Estamos atrapados el uno en el otro.
Y esta cueva esta noche es solo el principio.
No se mueve. No dice nada.
Solo me mira con esos ojos oscuros, enormes, como si acabara de romper algo que no se podía arreglar. Como si besarme la hubiese dejado desnuda, vulnerable, demasiado humana. Y yo lo siento igual. Como si en vez de labios hubiéramos usado cuchillas. Como si ese beso nos hubiera desgarrado desde adentro.
—No debí hacerlo —repite, apenas audible.
La lluvia sigue golpeando con furia la entrada de la cueva, como una sinfonía salvaje que marca el ritmo de lo que acabamos de desatar. Yo tampoco me muevo. Si lo hago, si la toco, si hablo… sé que ella huirá. Como siempre. Y estoy tan malditamente cansado de verla huir de lo que claramente desea.
—¿Vas a fingir que esto no pasó? —pregunto, la voz ronca, casi áspera.
Ella parpadea. Traga saliva. Pero no se atreve a negarlo.
—Fue un error.
—Entonces dímelo. Mírame y dime que no lo sentiste.
—No lo sentí.
Una pausa. Larga. Incómoda. Llena de mentiras.
—Mírame cuando mientas, princesa.
Su mandíbula se tensa. No le gusta que la llame así, lo sé. Le recuerda su vida dorada, esas cadenas brillantes que arrastra con elegancia y rabia. Pero no lo retiro. Porque es mi forma de provocarla. De recordarle que no importa cuánto luche, hay cosas que no puede ocultar.
Como a sí misma.
—Esto… —empieza a decir, y noto cómo sus dedos se crispan a los costados—. Esto es peligroso, Killian. No sabes en lo que te estás metiendo.
—Ah, claro. Porque tú sí lo sabes todo, ¿no? La perfecta heredera, la niña rota que quiere salvar al mundo sin ensuciarse las manos.
—¡No te atrevas…!
—¿A decir la verdad? —interrumpo, avanzando un paso. Ella retrocede uno, pero el muro está cerca. Y lo sabe—. ¿A decir que te mueres por volver a besarme, pero te aterra lo que eso dice de ti?
—No es eso —murmura. Aunque su voz… tiembla.
Me acerco más. Tan cerca que casi puedo sentir el calor de su rabia mezclado con su deseo. Y joder, es una combinación peligrosa. Adictiva.
—Entonces dime qué es —reto.
—Tú —susurra—. Tú eres el problema.
Eso… duele. Pero también me enciende.
—¿Y por qué, Ariana? ¿Porque no puedes controlarme como a los demás? ¿Porque cuando me miras, recuerdas que estás viva?
Ella aprieta los dientes. Sus pupilas están dilatadas, su respiración agitada. Y aunque lo niegue con palabras, su cuerpo dice otra cosa.
Mi mano sube, lenta, hasta su mejilla. Ella no se aparta. Al contrario, se inclina apenas hacia el contacto. Como si su piel supiera lo que su boca se niega a confesar.
—Tengo miedo —confiesa, en un hilo de voz que me parte por dentro.
—¿De mí?
—De mí contigo.
Ahí está. Su verdad. Cruda, honesta, como una herida abierta.
Y yo, en vez de aprovecharla, retrocedo un paso. Porque si la toco ahora, si la beso de nuevo, no va a ser suave. No va a ser tierno. Va a ser salvaje. Va a ser rendición.
Y ella aún no está lista.
—Está bien —digo, tragando el fuego que me arde en las venas—. Pero no huyas.
—No estoy huyendo.
—Ariana…
—No esta vez.
Nos quedamos en silencio. Solo los truenos llenan el espacio, como si el cielo también estuviera en guerra. Afuera, el mundo es caos. Adentro, la tensión es un hilo a punto de reventar.
Ella se sienta, apoyando la espalda contra la roca húmeda. Cierra los ojos y suspira.
Yo me dejo caer frente a ella, manteniendo una distancia prudente. Prudente para no volver a besarla. Prudente para no cometer otra locura.
—¿Cuánto crees que durará la tormenta? —pregunta al cabo de unos minutos.
—No lo sé. Pero… no tengo prisa.
Abre los ojos. Me mira. Y hay algo nuevo ahí. Algo que no sé si me gusta.
—¿Por qué yo?
—¿Qué?
—De todas las mujeres que podrías tener, ¿por qué yo?
Me echo a reír. Bajo, ronco, como si la pregunta fuera absurda.
—Porque ninguna me mira como si pudiera matarme o curarme con la misma facilidad.
Ella ladea la cabeza, confundida.
—No es una respuesta.
—Sí lo es —respondo, con una media sonrisa—. Solo que no sabes qué hacer con ella.
Ella desvía la mirada. Pero por primera vez, no se la lleva consigo.
Nos quedamos allí, atrapados en una cueva, en medio de una tormenta, con mil cosas no dichas flotando entre nosotros. Y aún así… por primera vez, el silencio no se siente incómodo.
Se siente necesario.
—Esto… —dice de pronto, rompiendo la calma—. Esto va a destruirnos, Killian.
—Tal vez.
—Y aún así…
—Aún así.
Ella no termina la frase. Yo tampoco. Porque ambos sabemos que volverá a pasar. No importa cuántas veces lo neguemos. No importa cuántas veces se diga a sí misma que fue un error.
Yo vi cómo me besó.
Yo sentí cómo me necesitaba.
Y eso no se borra.
Eso solo se intensifica.