Cap. 124. El mal también paga sus cuentas.
Narrador omnisciente.
Eran las cinco de la mañana cuando la jaula para perros, en la que habían encerrado a Marina, emergió del agua.
El metal oxidado rechinó al ser arrastrado fuera de la piscina helada, y encogida como un animal vencido, Marina tiritaba, empapada con los labios morados y la piel lívida, al borde del desmayo.
Sus ojos, semicerrados, solo veían sombras y formas distorsionadas.
Desde que aquellas personas la habían llevado a esa casa, no le habían permitido ni hablar.
Solo la encerraron como a una bestia y la arrojaron a esa piscina helada.
—¡Por favor! ¡No soy quien ustedes creen! ¡Se equivocan! —gritó entre lágrimas en algún momento… pero nadie la escuchó. O peor aún: la escucharon y simplemente no les importó. Había intentado explicar, una y otra vez, mientras el agua helada le mordía los huesos.
Dos hombres la sacaron de la jaula como si fuera un animal muerto. La dejaron caer al suelo, donde quedó encogida en posición fetal, convulsionando, tosiendo, escupien