El día amaneció con un resplandor especial. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles, iluminando la aldea como si supiera que ese día era distinto. Tao, el séptimo hijo de Iker y Arasy, despertaba a sus veintiún años.
Era el menor, pero nadie lo trataba como tal. Sus habilidades, desde pequeño, habían dejado en claro que era distinto: fuerte, rápido, con un liderazgo natural que atraía a quienes lo rodeaban. Había algo en su mirada que inspiraba respeto y, al mismo tiempo, temor.
Aquella mañana, apenas los primeros rayos de sol tocaron el horizonte, Arasy fue la primera en acercarse. Llevaba en sus manos una sonrisa cálida y el amor infinito que solo una madre podía dar.
—Feliz cumpleaños, hijo mío —le dijo, revolviendo con ternura el cabello oscuro de Tao y plantando un beso en su mejilla.
Él sonrió, aunque trató de ocultar la emoción.
Luego fue el turno de Iker. El alfa lo observó con orgullo, con la mirada severa de quien no suele dar demasiadas muestras de afecto, pero cuyo corazón rebosaba de orgullo. Le entregó una pequeña caja azul.
Tao no necesitó abrirla para saber qué había en su interior: una pulsera de plata y madera tallada con la forma de un pequeño lobo. Todos sus hermanos tenían una igual. Era más que un regalo, era un símbolo de unión, de sangre y destino compartido.
—Que nunca olvides a quién perteneces —dijo Iker con voz grave.
—Nunca lo olvidaré —respondió Tao, apretando la caja en su mano.El día pasó entre preparativos. En la comunidad, nadie trabajaba como de costumbre; toda la atención estaba puesta en la celebración del hijo menor de los alfa. Al caer la noche, las antorchas se encendieron, los tambores comenzaron a sonar y la fiesta dio inicio.
El aire estaba cargado de música, de risas y del aroma de la comida asada. Los siete hermanos estaban juntos, como pocas veces lo estaban, compartiendo copas y recuerdos.
Fue entonces cuando Mainumby, con su voz suave pero cargada de misterio, se inclinó hacia Tao.
—Hermano —dijo, casi en un susurro—, siento que esta noche cambiará la vida de todos. Pero más aún la tuya.
Tao lo miró con impaciencia.
—¿Solo eso vas a decir? Necesito más, no me dejes con la duda.
Mainumby bajó la mirada. Él nunca hablaba sin estar seguro, y aquella vez no quiso dar más detalles.
Tupã, que escuchaba la conversación, interrumpió con un golpe seco sobre un barril que acababa de arrastrar hasta la mesa.
—¡Basta de aguar la fiesta con visiones! Hoy no hay futuro, ni destino, ni presentimientos. Hoy solo hay cerveza y celebración.
Todos rieron, y la tensión se disipó por unos momentos.
Las muchachas de la manada comenzaron a acercarse una tras otra. Algunas lo felicitaban con palabras dulces, otras le entregaban pequeños obsequios. Todas lo miraban con ese brillo en los ojos: la ilusión de ser la elegida del séptimo hijo varón. Tao, sin embargo, mantenía la misma distancia con todas. No buscaba luna, no buscaba promesas.
Entre ellas apareció Emily, una de las más bellas de la comunidad. Con una sonrisa segura, se inclinó y le besó la mejilla.
—Feliz cumpleaños, Tao. —Le tendió un pequeño paquete dorado.Tao lo abrió. Dentro había un dije diminuto con la figura de una pareja entrelazada.
—Emily… —dijo él, mirándola directo a los ojos—. No vamos a salir nunca.El silencio cayó por un segundo, pero Tao sonrió con un dejo de picardía y añadió:
—Aunque, si quieres, podemos bailar esta noche.Lejos de desanimarse, Emily tomó esas palabras como una chispa de esperanza. El rechazo se convirtió en desafío, y ella aceptó la invitación con un brillo decidido en sus ojos.
La fiesta continuó. Los lobos jóvenes bebían, cantaban y bailaban alrededor del fuego. Pero entre la multitud, Tao sintió una mirada fija en él. Cuando buscó con sus ojos, la encontró: Lucy.
Lucy no era cualquier mujer. Era voluptuosa, deseada, conocida en toda la manada. Tenía fama de haber compartido su lecho con varios de los hermanos mayores, pero nadie se atrevía a hablar de ello frente a ella. Esa noche, con un gesto insinuante, lo invitaba a seguirla hacia el bosque.
Tao no dudó. Sonrió con la arrogancia que lo caracterizaba y la siguió.
El sonido de la fiesta fue quedando atrás, reemplazado por el murmullo de los árboles y el canto lejano de las aves nocturnas. Llegaron a la orilla de un lago, donde la luna se reflejaba como un espejo de plata.
Lucy se volvió hacia él, sus labios curvados en una sonrisa provocadora.
—Feliz cumpleaños, Tao —susurró, acercándose—. Sabes que eres el más hermoso de tus hermanos. Me muero por probarte.
—Mucha charla barata —respondió Tao con una sonrisa desafiante—. Mejor vamos a lo que vinimos.
Se besaron con fuerza, con urgencia. El deseo los envolvió como fuego. Pero entonces, algo extraño ocurrió.
Un movimiento, un bulto en la penumbra, llamó la atención de Tao. Se separó de Lucy de golpe, sus sentidos de lobo en alerta.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, jadeante.
Tao frunció el ceño, sus ojos adaptándose a la oscuridad.
—Hay algo ahí… No. Hay alguien ahí.
Y entonces la vio.
De entre las sombras emergió una figura femenina. Sus pasos eran suaves, como si flotara sobre la tierra. El resplandor de la luna iluminó su rostro y Tao quedó inmóvil, petrificado. Nunca había visto algo así.
Era la mujer más hermosa que sus ojos habían contemplado. No era solo belleza física, era algo más profundo, una energía que lo atravesaba, que lo atrapaba por completo. Su piel parecía bañada por la luz del lago, su cabello oscuro caía como un río nocturno, y sus ojos… sus ojos eran un misterio insondable, un abismo que lo invitaba a caer sin retorno.
Por primera vez en su vida, Tao supo que estaba perdido.
Lucy lo miró confundida.
—¿Quién… quién eres? —preguntó, con un tono que oscilaba entre la curiosidad y los celos.
Pero Tao no escuchó. Su corazón latía con una fuerza incontrolable, sus instintos gritaban algo que no lograba descifrar. Frente a él estaba Kerana, aunque todavía no sabía su nombre.
El destino acababa de entrar en escena.