En lo profundo de los bosques, donde la niebla de la madrugada se enreda entre los troncos milenarios y el viento parece hablar en lenguas olvidadas, se alza la comunidad Rukawe. A simple vista, podría confundirse con un pueblo humano, con sus casas de madera, sus campos cultivados y los senderos que serpentean hasta perderse en la espesura. Pero bajo esa apariencia de calma late un secreto guardado durante mil años: doscientos linajes de hombres y mujeres que llevan en la sangre la marca de la licantropía.
La historia de los Rukawe se remonta a una época en que los ancestros de Iker, el actual jefe alfa, vagaban sin tierra ni descanso. Cazados, temidos, perseguidos por su condición, aquellos lobos buscaban lo que llamaban la Tierra sin Mal: un refugio donde vivir en paz, lejos de la codicia y la crueldad de los humanos. Y la encontraron allí, en un valle rodeado de montañas y bosques infinitos, donde los ríos eran abundantes y la tierra fértil. Desde entonces, levantaron un hogar secreto, tejido de sangre y juramentos.
Durante siglos, la vida de los Rukawe se sostuvo en lo esencial: la caza, la pesca, la recolección, la siembra. Eran un pueblo invisible, escondido a los ojos del mundo. Pero con el tiempo, el aire del exterior comenzó a rozar sus fronteras. El hombre común se acercó con sus máquinas, sus caminos, sus ciudades que crecían como plagas. Y la manada debió adaptarse.
Hoy, Rukawe es una comunidad cerrada y organizada, con sus propios colegios, talleres y normas. Han aprendido a imitar las costumbres humanas, a mezclarse sin ser descubiertos, aunque dentro de sus fronteras siguen rigiéndose por leyes mucho más antiguas que cualquier decreto humano. La más sagrada de todas es la palabra: hablar siempre con verdad y respeto. Porque entre los Rukawe, se cree que la palabra pronunciada tiene el poder de invocar lo divino y que las mentiras atraen la desgracia de los ancestros.
En el centro de esa estructura se erige la familia alfa, descendiente directa de los primeros lobos que guiaron a los Rukawe hacia la Tierra sin Mal. Iker, el jefe actual, es un líder implacable. No solo posee la fuerza de un alfa, sino un don único: la capacidad de penetrar en la mente de cualquier lobo, de escuchar los pensamientos más profundos y descubrir las intenciones ocultas. Con ese poder, ningún engaño prospera, ninguna traición sobrevive. Es, en efecto, invencible.
A su lado está Arasy, su compañera y guía espiritual de toda la manada. Ella es la única mujer de los Rukawe capaz de transformarse en loba. Su don está ligado a la luna: puede ocultarla, debilitando a sus hermanos, o invocarla con toda su fuerza para desatar en ellos un poder descomunal. En las noches de plenilunio, cuando Arasy canta, los bosques se estremecen y los ancestros responden en un murmullo que solo los iniciados comprenden.
Para los Rukawe, ella no es solo la madre de los siete herederos del alfa; es también la intermediaria entre este mundo y el de los espíritus, la protectora de los juramentos y la encargada de sellar las uniones entre parejas.
No hacía mucho, un acontecimiento había sacudido a la comunidad: uno de los guerreros más fuertes se había enamorado de una humana. Era un hecho inusual, incluso peligroso, pero el deseo del lobo era inquebrantable. Fue Arasy quien realizó el ritual que permitió a aquella mujer cruzar el umbral y convertirse en parte de Rukawe. Desde entonces, la manada la protegía como a una hermana más. Ese acto había reforzado la imagen de Arasy como una figura indispensable, capaz de tender puentes incluso con aquellos que no llevaban la marca de la sangre.
La pareja alfa había dado vida a siete hijos varones, y cada uno de ellos portaba un don extraordinario, además de la capacidad de transformarse en lobo. Entre todas las familias de Rukawe, solo los descendientes de Iker y Arasy habían heredado ese doble privilegio.
Atuel, el mayor, dominaba la tierra. Bajo sus manos, las montañas podían temblar y el suelo abrirse para proteger a los suyos o devorar a sus enemigos.
Yvyra, el segundo, era el guardián de los bosques. Podía acelerar el crecimiento de los árboles, marchitar las cosechas o hacer florecer la abundancia.Tupã, el tercero, convocaba la lluvia y las tormentas; era el dueño del trueno y el relámpago.Kuarahy, con el fuego del sol en las venas, poseía la fuerza abrasadora de las llamas y la vitalidad ardiente de la luz.Aña, cazador nato, no necesitaba dones elementales: su instinto era puro, letal, afinado como la lanza de un guerrero ancestral.Mainumby, ligero como un colibrí, dominaba el agua, desde el fluir de un río hasta el ímpetu desbordado de las cascadas.Y, finalmente, estaba Tao, el menor, el séptimo hijo varón. Su fuerza física superaba a la de todos sus hermanos, pero su don era aún más temido: como su padre, podía penetrar en la mente de otros lobos. Un poder que, en manos de un líder, podía significar la gloria… o la ruina.Para los Rukawe, el nacimiento de Tao no fue casualidad. El séptimo hijo varón siempre había sido considerado un ser marcado por el destino, un elegido entre elegidos. Algunos lo miraban con devoción; otros, con temor. Pero nadie podía negar que en sus ojos brillaba la misma intensidad que en los de Iker.
La vida en Rukawe seguía un ritmo ancestral, marcado por la luna y las estaciones. Los lobos cazaban en manada cuando era necesario, cultivaban la tierra con paciencia y enseñaban a los más jóvenes el arte de controlar su transformación. Los colegios de la comunidad no solo impartían matemáticas o historia humana, sino también las tradiciones antiguas, las oraciones a los ancestros y el código de la palabra sagrada. Desde niños aprendían que mentir era traicionarse a sí mismos, y que el lenguaje era tan poderoso como las garras.
Iker recorría la comunidad como un guardián silencioso. Bastaba su presencia para imponer respeto: todos sabían que no podían ocultarle nada, pues sus pensamientos eran un libro abierto para el alfa. Sin embargo, también sabían que su poder lo obligaba a una carga inmensa: el peso de conocer los miedos, los deseos y las debilidades de todos.
Arasy, en cambio, caminaba como un faro de serenidad. Los niños corrían hacia ella en busca de consuelo, los jóvenes acudían para pedir consejo, y las parejas se arrodillaban a sus pies para sellar su unión. Nadie dudaba de que, en los momentos más oscuros, ella era el verdadero corazón de Rukawe.
Así, entre el rumor del bosque y la voz de los ancestros, los Rukawe habían construido un santuario secreto, protegido por juramentos de sangre y lazos de manada. Un pueblo invisible para el mundo humano, pero firme como las raíces que los sostenían.