El reflejo plateado de la luna temblaba sobre las aguas quietas cuando Tao la vio por primera vez. Una figura femenina caminaba descalza, con pasos lentos, como si flotara sobre el lago. Sus cabellos oscuros se mecían con el viento, y su piel brillaba como si fuera parte de aquella luz lunar. Tao no podía apartar la mirada, como si todo lo que había vivido hasta entonces hubiera sido un preludio para ese instante.
Pero lo inesperado ocurrió en cuestión de segundos. La joven avanzó dos pasos más y, de pronto, su cuerpo se desplomó. Tao reaccionó instintivamente, corriendo hacia ella y atrapándola antes de que golpeara contra el suelo. La sostuvo entre sus brazos: estaba fría, frágil, tan ligera como si fuera hecha de aire.
Detrás de él, Lucy lo alcanzó al fin. Jadeaba, molesta por haber quedado al margen de algo que no entendía.
—¿Quién es? ¿De dónde salió? ¿Qué está pasando, Tao? —preguntaba una y otra vez, pero él no escuchaba.
Nada de lo que ella decía podía atravesar la neblina en la mente de Tao. Solo podía oír el débil pulso de la desconocida, sentir la tibia respiración que apenas rozaba su pecho. La abrazó con fuerza, como si al apretarla contra su cuerpo pudiera devolverle la vida.
Sin perder más tiempo, cargó a la mujer en brazos y salió disparado hacia la aldea. Lucy lo siguió un trecho, gritándole que no podía abandonarla así, pero pronto quedó atrás, eclipsada por la urgencia y la determinación de Tao.
Cuando apareció en medio de la celebración, el silencio fue inmediato. Los tambores se apagaron, las risas murieron, y todas las miradas se clavaron en él y en la desconocida que llevaba entre los brazos. Algunos se sorprendieron porque ni siquiera habían notado su ausencia; otros quedaron boquiabiertos por la belleza etérea de la mujer.
Tupã fue el primero en reaccionar, con esa impulsividad que lo caracterizaba.
—¿De dónde sacaste a esta mujer? —preguntó, acercándose con ojos desorbitados. Pero al igual que Tao, se quedó paralizado ante el rostro de la joven. Su belleza lo desarmó, dejándolo sin palabras.
Arasy fue quien rompió el hechizo. Con la firmeza de una madre y la autoridad de la guía espiritual, se adelantó con paso decidido.
—Llévala a la casa de la curandera. Ahora —ordenó a Tao.
Él asintió y obedeció sin titubear. Se abrió paso entre la multitud hasta llegar a la pequeña cabaña de paredes de barro donde vivía la curandera. Allí, sobre una cama improvisada de pieles, colocó a la joven con cuidado, como si fuera un cristal a punto de romperse.
Pocos minutos después, Arasy entró en la cabaña. Su mirada escrutadora recorrió a la muchacha y luego se posó en su hijo.
—Déjanos solas —le pidió con voz firme.
Tao dudó, pero finalmente obedeció. Cerró la puerta tras de sí, quedando afuera junto a sus hermanos, que no tardaron en bombardearlo con preguntas.
—¿Qué sucedió? —insistió Atuel.
—Nada —respondió Tao, serio—. Estaba con Lucy cerca del lago… y la vi. Caminaba y se desplomó en mis brazos. Eso es todo.
Atuel arqueó una ceja, incrédulo.
—¿Estabas con Lucy?
Tupã soltó una carcajada.
—Bueno, no sería raro. Casi todos hemos estado con Lucy alguna vez, menos Mainumby… ¿o debemos agregarte a la lista, hermano?
Tao lo fulminó con la mirada. No tenía ganas de discutir sobre Lucy. Ni siquiera le importaba ya. Había algo en aquella mujer caída del lago que lo tenía atrapado por completo.
Pasaron horas de incertidumbre. Tao no se alejó de la puerta de la cabaña en toda la noche, con la ansiedad golpeándole el pecho. Sus hermanos se fueron dispersando, algunos regresaron a la fiesta, otros se quedaron rondando por curiosidad. Pero él permaneció allí, inmóvil, como si temiera que la joven desapareciera si apartaba la vista.
Cerca del amanecer, Arasy salió finalmente. Su rostro, normalmente sereno, estaba marcado por la preocupación.
—¿Qué le sucede? —preguntó Tao de inmediato.
Su madre lo observó con una mezcla de ternura y gravedad.
—Está muy débil. No logro determinar qué le pasa. Su pulso es irregular, su cuerpo parece agotado, pero no hay heridas visibles. Es como si hubiera luchado contra algo que la drenó de toda su energía.
—¿Se pondrá bien? —insistió Tao.
Arasy suspiró.
—Eso espero. La curandera me sugirió llevarla a un hospital humano, pero me niego. —Su voz adquirió un matiz casi místico—. No es humana. Lo siento en lo más profundo. Esa joven pertenece a nuestra manada.
Tao asintió, aunque en su interior no necesitaba confirmación alguna. Lo sabía desde el primer instante.
Horas después, fue Iker quien entró en escena. Su mirada penetrante se posó en la cabaña cerrada, luego en Tao.
—No me gusta —gruñó—. No sabemos quién es ni de dónde viene. Puede ser un peligro para todos.
—No lo es —replicó Tao, con una convicción que sorprendió incluso a su padre.
Iker lo midió con frialdad.
—¿Tan seguro estás? Ni siquiera yo puedo penetrar en su mente. Mis poderes no tienen efecto en ella. ¿No lo entiendes? Eso la hace peligrosa.
—O especial —replicó Tao, endureciendo la voz.
Hubo un largo silencio. El alfa lo observó en busca de una grieta, pero Tao se mantuvo firme. Finalmente, Iker se volvió hacia Arasy, que estaba de pie a un lado.
—Lo mejor sería sacarla de aquí. Llevarla lejos, antes de que sea tarde.
Pero Arasy negó suavemente con la cabeza.
—No. Esa joven está unida a nosotros por un lazo que aún no comprendemos. Debemos esperar. Debemos tener paciencia.
Los días pasaron con la incertidumbre clavada como un dardo en el corazón de la familia. La mujer no despertaba. Permanecía tendida en la cama de la curandera, con la piel cada vez más cálida y un aura que se volvía más intensa a medida que el tiempo avanzaba.
Arasy, con sus manos sobre el pecho de la joven, afirmaba sentir una fuerza poderosa latiendo en su interior, como una tormenta a punto de desatarse.
—Está más fuerte cada día —le confió una noche a Tao, mientras él velaba su sueño—. Solo necesitamos esperar un poco más. Cuando despierte, todo cambiará.
Tao la observaba en silencio. Pasaba las horas enteras sentado a su lado, con la mandíbula apretada y el corazón en guerra. Había algo en esa mujer que lo reclamaba, algo que iba más allá del deseo o de la curiosidad.
Él, el séptimo hijo varón, que nunca había cedido a los caprichos del corazón, estaba atrapado por completo. Y sin embargo, no sabía si aquel vínculo era su salvación… o el inicio de la perdición de toda la manada.