La luz del amanecer teñía el cielo de suaves tonos naranjas y rosados, iluminando la suite privada de la clínica donde Valeria descansaba, exhausta pero radiante. Marco no se había separado de su lado en toda la noche, observando cada movimiento, cada respiración sosegada de su esposa y del pequeño ser que dormía plácidamente en su cuna junto a la cama.
El parto había sido largo y complicado, una batalla más que habían librado y ganado juntos. Valeria, con su determinación férrea, había rechazado cualquier intervención que no fuera estrictamente necesaria, guiada por un instinto maternal que sorprendió incluso a los médicos presentes.
Marco, por su parte, había sido su roca, su ancla en el mar de dolor y esfuerzo, sus palabras de aliento un bálsamo en los momentos más críticos.
Ahora, en la calma de la mañana, todo había valido la pena.
—¿Duermes? —preguntó Marco en un susurro, acariciando con dedos suaves el rostro de Valeria.
Ella abrió los ojos, una sonrisa cansada pero feliz dibu