El amanecer encontró a Marco caminando solo hacia el cementerio. La brisa fresca de la mañana llevaba un aroma a tierra mojada y a flores nuevas, un contraste purificador con la pesadez que había cargado por tanto tiempo.
Se detuvo frente a la lápida de mármol negro de Ricardo Mendoza. La inscripción era simple: "Ricardo Mendoza. Padre, esposo y visionario. Su legado late en cada vida salvada".
Por primera vez, Marco no sintió la punzada de rabia o amargura al ver el nombre. Solo una tranquilidad solemne. Se arrodilló, no en sumisión, sino en respeto.
—No vine a pedirte perdón —comenzó, su voz clara en el silencio del lugar—. Ni a ofrecerte uno. Vine a agradecerte. —Hizo una pausa, buscando las palabras correctas—. Gracias por la clínica. Por el conocimiento que me diste, incluso cuando me negabas tu nombre. Gracias por Valeria. Por criarla con esa fuerza que tanto me exasperó y que tanto amo. —Una sonrisa triste asomó en sus labios—. He pasado mi vida intentando probarte que era dig