El gran día había llegado. El auditorio de la universidad estaba repleto. Togas y birretes negros ondeaban como un mar de sueños cumplidos y futuros por escribir.
Entre la multitud de graduandos, Valeria Mendoza se erguía con una serenidad que era mucho más que la ausencia de nervios. Era la quietud de quien sabe que ha llegado a la meta tras una carrera de obstáculos que hubiera quebrantado a cualquiera.
No era solo una graduación. Era una coronación. Una reivindicación.
Sentados entre el público, su familia—la de sangre y la elegida—formaba un bloque sólido. Marco, con una sonrisa de orgullo que le iluminaba el rostro, grababa cada instante con su teléfono, su otro brazo rodeando los hombros de Elena, quien enjugaba lágrimas de felicidad con un pañuelo de encaje. Daniel a su lado, con una expresión de profunda satisfacción. Álvaro y Marianna, juntos, sus manos entrelazadas, eran la prueba viviente de que los segundos actos existen y pueden ser más fuertes. Antonio no dejaba de susur