Los días siguientes a la revelación en la biblioteca de la mansión Mendoza fueron de una quietud densa y antinatural.
La verdad, ahora plenamente expuesta, parecía haber absorbido todo el sonido, dejando a su paso un eco de dolor y una pesadumbre que se respiraba en el aire.
Valeria, aunque dueña de una fortaleza inquebrantable, navegaba por la casa como un espectro, la herida de su origen biológico supurando una silenciosa agonía interior.
Había aceptado los hechos, pero el proceso de digerirlos era una batalla que libraba en la soledad de su habitación, en la vigilia de la noche, aferrada a Marco como su única ancla en la tormenta.
Era visible para todos que cargaba un peso que iba más allá de la traición y los crímenes de Fernando.
Era el peso de una sangre que sentía mancillada, una conexión que le resultaba violenta y obscena. Rechazaba hablar de ello, enfocándose con ferocidad en lo práctico: la clínica, el bienestar de su madre —a quien había perdonado pero con quien aún ha