Narrador.
Javier condujo durante la noche sin detenerse. A su lado, Mila seguía inconsciente, con la cabeza apoyada contra la ventana. Aún tenía las marcas en la muñeca del lazo con que la había atado.
Cuando el cielo empezó a aclarar, el camino de tierra se abrió entre árboles hasta dejar ver la propiedad: una mansión moderna, rodeada por muros de más de tres metros, cámaras en cada esquina y un portón eléctrico con lector digital. Era una casa de lujo, pero diseñada para encerrar.
La había comprado meses atrás, antes del secuestro. Todo estaba a nombre de Mila Fernández. Una jugada inteligente: si alguien rastreaba, vería que la dueña era ella. Nadie imaginaría que estaba prisionera dentro.
Javier bajó del coche y cargó el cuerpo de Mila en brazos. Entró a la casa por la puerta trasera y subió las escaleras hasta una de las suites. La dejó sobre la cama, le quitó las ataduras y la cubrió con una manta. Luego conectó el sistema de seguridad desde su portátil: cámaras, sensores, cerra