5

El primer disparo resonó como un trueno en la habitación. Víctor no dudó. Su cuerpo se movió por instinto, con la precisión mecánica de quien ha convertido la muerte en oficio. El intruso que había irrumpido por la ventana apenas tuvo tiempo de registrar la sombra que se abalanzaba sobre él antes de que la vida abandonara sus ojos.

Víctor no celebraba sus muertes. Las ejecutaba con la misma frialdad con que otros firmaban documentos. Tres hombres más entraron tras el primero. El silenciador de su arma convirtió cada disparo en un susurro mortal. Dos cayeron instantáneamente. El tercero, más ágil, logró esquivar la primera bala y se lanzó contra él con un cuchillo.

Desde el rincón donde se había refugiado, Anali observaba la escena con horror fascinado. Víctor se movía como agua entre las sombras, su rostro impasible mientras esquivaba el filo que buscaba su garganta. En un movimiento fluido, atrapó la muñeca de su atacante, la retorció hasta que el hueso crujió y, sin perder un segundo, hundió su propia navaja en el costado del hombre.

No hubo satisfacción en su mirada cuando el cuerpo se desplomó. Solo cálculo, evaluación, la certeza de un trabajo bien hecho.

—¿Estás bien? —preguntó, girándose hacia ella.

La voz de Víctor, cálida y preocupada, contrastaba brutalmente con la frialdad de sus acciones. Anali sintió un escalofrío recorrer su espalda. Este era el verdadero Víctor, el sicario que todos temían, no el cuñado distante que apenas le dirigía la palabra en las reuniones familiares.

—Sí —respondió con un hilo de voz, incapaz de apartar la mirada de la sangre que manchaba el suelo—. ¿Cómo... cómo supiste que vendrían?

Víctor se acercó a uno de los cuerpos y comenzó a registrarlo metódicamente. Sus manos, las mismas que segundos antes habían arrebatado vidas, ahora se movían con precisión quirúrgica.

—No lo sabía —admitió, extrayendo un teléfono del bolsillo del muerto—. Pero era cuestión de tiempo.

Revisó el dispositivo, su ceño frunciéndose gradualmente.

—Mierda —murmuró—. Sabían exactamente dónde estábamos.

Anali se incorporó lentamente, sus piernas temblorosas.

—¿Qué significa eso?

—Significa que alguien nos está siguiendo muy de cerca —respondió, guardando el teléfono—. Alguien que tiene acceso a información privilegiada.

La rabia comenzó a burbujear en el pecho de Anali, desplazando momentáneamente el miedo.

—Necesito respuestas, Víctor. Ahora. Mi vida se ha convertido en una pesadilla desde que tu hermano desapareció, y tú apareces de la nada actuando como mi guardaespaldas personal. ¿Qué está pasando? ¿Por qué quieren matarme?

Víctor la miró fijamente, evaluándola. Por primera vez, Anali vio algo más que frialdad en sus ojos: vio duda, quizás incluso culpa.

—Tu vida cambió en el momento en que aceptaste casarte con mi hermano —dijo finalmente—. Te convertiste en parte de nuestra familia, y nuestra familia tiene enemigos. Muchos enemigos.

—¿Y qué hay de Raúl? ¿Dónde está? ¿Está...?

—No lo sé —la interrumpió Víctor, y por primera vez su voz traicionó frustración—. Desapareció antes del ataque en la iglesia. Podría estar muerto, capturado o...

—¿O qué? —presionó ella.

—O podría haberte vendido.

Las palabras cayeron como piedras entre ellos. Anali retrocedió como si la hubiera golpeado.

—No. Él me ama. Íbamos a casarnos.

Víctor no respondió, pero su silencio lo decía todo. Comenzó a recoger sus cosas, moviéndose con eficiencia militar.

—Tenemos que irnos. Este lugar ya no es seguro.

—No me iré a ninguna parte hasta que me digas toda la verdad —insistió ella, plantándose firmemente—. ¿Quién eres realmente, Víctor? ¿Y qué relación tienes con todo esto?

Él se detuvo, sus hombros tensos bajo la camiseta negra que delineaba cada músculo de su espalda.

—Soy el que limpia los desastres de la familia —respondió sin voltearse—. Y ahora mismo, tú eres el desastre más grande que tenemos.

El teléfono de Víctor vibró. Lo sacó de su bolsillo y contestó con un gruñido. Anali observó cómo su rostro se endurecía con cada palabra que escuchaba.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Estás seguro?

Cuando colgó, su mirada se había transformado. Ya no había duda ni frustración, solo una determinación férrea que hizo que Anali retrocediera instintivamente.

—¿Qué sucede?

—Era mi contacto —explicó, guardando el teléfono—. Raúl ha desaparecido oficialmente. Nadie sabe si está vivo o muerto.

Hizo una pausa, como si dudara en continuar.

—Y hay algo más. Han puesto precio a tu cabeza. Dos millones por entregarte viva a los Moretti.

Anali sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

—¿Los Moretti? ¿La familia rival? ¿Por qué me querrían a mí?

—No lo sé —admitió Víctor—. Pero lo averiguaré.

Se miraron en silencio, la realidad de su situación asentándose entre ellos como polvo después de una explosión. Sus vidas acababan de unirse por la fuerza, atadas por hilos invisibles de peligro y necesidad. No podrían separarse sin sangre de por medio.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella finalmente.

Víctor guardó su arma y le tendió la mano.

—Ahora confías en mí o mueres. No hay más opciones.

Anali miró la mano extendida, los nudillos marcados por cicatrices antiguas, los dedos que minutos antes habían arrebatado vidas sin titubear. Luego miró a los ojos del hombre que nunca había considerado más que el hermano distante y peligroso de su prometido.

Y tomó su mano.

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