El frío la despertó. Anali abrió los ojos en la penumbra, desorientada, con el cuerpo entumecido y un dolor punzante en la sien. No reconocía el techo de metal corrugado sobre ella ni el olor penetrante a aceite de motor y humedad que impregnaba el aire. Se incorporó lentamente sobre lo que parecía ser un viejo colchón colocado directamente en el suelo, cubierto con sábanas limpias que contrastaban con el deterioro general del lugar.
La habitación estaba apenas iluminada por una lámpara de aceite que proyectaba sombras danzantes contra las paredes de concreto. Parecía un taller mecánico reconvertido en refugio improvisado. En un rincón, sentado sobre una silla metálica con el respaldo hacia adelante, Víctor la observaba con aquellos ojos impenetrables.
—Por fin despiertas —dijo él con voz neutra, sin moverse de su posición—. Llevas casi diez horas inconsciente.
Anali intentó hablar, pero tenía la garganta seca. Víctor se levantó y le acercó una botella de agua que ella aceptó con manos temblorosas.
—¿Dónde estamos? —logró preguntar después de beber.
—En un lugar seguro. Es todo lo que necesitas saber por ahora.
Víctor se dirigió hacia una mochila negra en el suelo y extrajo unas prendas dobladas que le lanzó sobre la cama.
—Cámbiate. Tu vestido está manchado de sangre y llama demasiado la atención.
Anali miró su vestido de novia, ahora convertido en un harapo sucio con manchas marrones de sangre seca. Los recuerdos de la masacre en la iglesia regresaron como un torrente, provocándole náuseas.
—Date la vuelta —exigió, apretando contra su pecho la ropa que le había entregado.
Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en los labios de Víctor.
—No hay nada que no haya visto antes, cuñadita.
—No soy tu cuñada —respondió ella con firmeza—. Y date la vuelta o no me cambiaré.
Víctor alzó las manos en señal de rendición y se giró hacia la pared. Anali se cambió rápidamente, consciente de cada roce de la tela contra su piel. La camiseta negra le quedaba grande y los jeans se sostenían apenas en sus caderas. Se preguntó de quién serían esas ropas y si pertenecerían a alguna mujer que hubiera pasado por allí antes.
—¿Dónde está Mateo? —preguntó mientras se acomodaba la ropa—. Necesito saber si está bien.
Víctor se volvió lentamente. Sus ojos recorrieron a Anali de arriba abajo, evaluándola con una mirada que la hizo sentir expuesta a pesar de estar vestida.
—Mateo está donde debe estar —respondió con ambigüedad.
—Eso no me dice nada. ¿Está vivo? ¿Está herido? Es tu hermano, por Dios, deberías estar preocupado.
Una risa seca escapó de la garganta de Víctor.
—Mi hermano y yo tenemos una relación... complicada. Digamos que ahora mismo, tu seguridad es mi prioridad, no la suya.
Anali se acercó a él, enfrentándolo con la mirada.
—Necesito respuestas claras. ¿Quién atacó la iglesia? ¿Por qué nos persiguen? ¿Qué tiene que ver Mateo en todo esto?
—Demasiadas preguntas para tu primera noche como fugitiva —respondió él, apartándose—. Lo único que debes saber es que si sales de aquí, morirás. Y probablemente yo también por intentar salvarte.
La frustración se apoderó de Anali. Caminó hacia lo que parecía ser la puerta del taller y giró la manija, solo para descubrir que estaba cerrada con llave.
—¿Me tienes prisionera? —preguntó, girándose hacia él con indignación.
—Te tengo con vida —corrigió Víctor—. Hay una diferencia.
Anali recorrió el espacio buscando otra salida. Había una pequeña ventana con barrotes oxidados que daba a un callejón oscuro. A través de ella podía ver a un hombre fumando, con una pistola visible en la cintura. Otro vigilante estaba apostado junto a una camioneta negra.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó, señalando hacia afuera.
—Mis hombres. Están aquí para mantenernos seguros.
—¿O para asegurarse de que no escape?
Víctor se acercó a ella, invadiendo su espacio personal. El aroma a cuero, tabaco y algo metálico que emanaba de él la envolvió por completo.
—Si quisiera mantenerte prisionera, estarías amordazada y atada, no haciendo preguntas incómodas —susurró cerca de su oído—. Créeme, Anali, en este momento soy la única persona en el mundo que quiere mantenerte con vida.
Algo en su tono hizo que un escalofrío recorriera su espalda. No era una amenaza, sino una verdad cruda que no podía ignorar.
—¿Por qué? —preguntó ella, sosteniendo su mirada—. ¿Por qué te importa lo que me pase?
Antes de que Víctor pudiera responder, un ruido de pasos en la grava exterior los alertó. Su expresión cambió instantáneamente. En un movimiento fluido, apagó la lámpara y la tomó del brazo, arrastrándola hacia un rincón oscuro.
—Ni un sonido —ordenó en un susurro apenas audible, mientras extraía una pistola de la parte trasera de su pantalón.
Los pasos se acercaron a la puerta. Anali contuvo la respiración cuando escuchó voces masculinas y el sonido metálico de alguien manipulando la cerradura. Víctor la colocó detrás de él, su cuerpo tenso como un cable a punto de romperse.
—Si algo sale mal —murmuró sin volverse—, hay una trampilla bajo la alfombra junto al colchón. Lleva a un túnel. Corre y no mires atrás.
La puerta comenzó a abrirse lentamente, y la luz de una linterna cortó la oscuridad como un cuchillo. Anali vio la silueta de dos hombres armados en el umbral. Víctor levantó su arma, quitando el seguro con un chasquido que resonó en el silencio.
La primera noche de su nueva vida acababa de comenzar, y Anali comprendió que podría ser también la última.