El motor del Audi ronroneaba mientras Víctor conducía por la carretera desierta, sus ojos alternando entre el asfalto y el espejo retrovisor. La noche había caído por completo, envolviendo el paisaje en un manto de oscuridad que le resultaba familiar, casi reconfortante. A su lado, Anali dormía profundamente, su cabeza apoyada contra la ventanilla, el vestido de novia arrugado y manchado de tierra y sangre seca.
Víctor la observó de reojo. Parecía tan frágil, tan fuera de lugar. Su rostro, incluso en sueños, mantenía una expresión de preocupación que tensaba sus facciones. El maquillaje corrido dibujaba sombras bajo sus ojos, y algunos mechones de cabello se habían escapado del elaborado peinado que seguramente había tardado horas en hacerse esa mañana. Una mañana que ahora parecía pertenecer a otra vida.
"¿Por qué m****a acepté esto?", murmuró para sí mismo, apretando el volante hasta que sus nudillos se tornaron blancos.
La respuesta llegó en forma de recuerdo. La voz de su hermano Ernesto resonando en su cabeza: "Si algo me pasa, protégela. Es lo único que te pido, Víctor. Júramelo."
Y él había jurado, por supuesto. A pesar de todo lo que los separaba, a pesar de que Ernesto había elegido el camino "limpio" del negocio familiar mientras él se hundía en la sangre, seguía siendo su hermano. El único que, a su manera, había intentado mantenerlo a flote cuando todo se fue a la m****a.
Un movimiento brusco de Anali lo sacó de sus pensamientos. La mujer se removió en sueños, murmurando algo ininteligible. Por un momento, Víctor temió que despertara gritando, pero solo se acomodó mejor contra la puerta y continuó durmiendo.
"Mejor así", pensó. "No estoy de humor para más preguntas."
Tras dos horas más de conducción, finalmente divisó la desviación que buscaba. Un camino de tierra apenas visible entre la maleza, que conducía a lo que parecía un viejo almacén abandonado a las afueras de Tijuana. Redujo la velocidad y apagó las luces, guiándose solo por la luz de la luna mientras se acercaba al edificio.
El almacén era uno de sus refugios, desconocido para casi todos en la organización. Lo había acondicionado años atrás, cuando entendió que en su línea de trabajo, los lugares seguros eran tan necesarios como el oxígeno.
Detuvo el coche junto a la entrada trasera y apagó el motor. El súbito silencio pareció despertar a Anali, que abrió los ojos desorientada.
—¿Dónde estamos? —preguntó con voz ronca.
—En un lugar seguro —respondió secamente—. No hagas ruido y sígueme.
Víctor bajó del coche, escaneando los alrededores con la mano sobre la pistola que llevaba en la cintura. Cuando estuvo seguro de que no había peligro, abrió la puerta de Anali y la ayudó a salir. Ella se tambaleó ligeramente, sus piernas entumecidas por las horas de viaje.
—Ten cuidado con ese vestido —advirtió él—. Si se engancha en algo, podrías caerte.
Anali asintió, recogiendo la falda con manos temblorosas. Víctor notó que intentaba mantener la compostura, pero el miedo era evidente en cada uno de sus movimientos.
El interior del almacén estaba oscuro y olía a humedad y metal. Víctor cerró la puerta tras ellos y activó un pequeño generador que iluminó el espacio con una luz tenue. El lugar era austero pero funcional: una cama, un sofá desgastado, una pequeña cocina y un baño improvisado separado por una cortina. En la pared del fondo, un arsenal de armas cuidadosamente organizadas brillaba bajo la luz.
—Dios mío... —susurró Anali al ver las armas.
—Siéntate —ordenó Víctor, señalando el sofá—. Debes tener hambre.
Sin esperar respuesta, se dirigió a un armario y sacó algunas latas de conserva y botellas de agua. Mientras preparaba algo de comer, no podía evitar pensar en lo complicada que se había vuelto su situación. Anali era un problema. Frágil, asustada, demasiado inocente para el mundo en el que él se movía. Un mundo donde la debilidad se pagaba con sangre.
La miró de reojo. Estaba sentada en el borde del sofá, como si temiera contaminarse si se acomodaba demasiado, sus ojos recorriendo nerviosamente el lugar. Víctor reconoció esa mirada. Era la misma que él tenía a los doce años, cuando su padre lo llevó por primera vez a "trabajar".
El recuerdo llegó sin invitación. Su padre, Antonio Suárez, uno de los lugartenientes más respetados del cártel, arrastrándolo a un almacén no muy diferente a este. "Es hora de que aprendas el negocio familiar", le había dicho. Y allí, atado a una silla, estaba un hombre ensangrentado que había robado un cargamento. Su padre le había tendido una pistola. "Demuestra que eres un Suárez."
Víctor había vomitado después de apretar el gatillo, pero con el tiempo, el asco se convirtió en indiferencia, y la indiferencia en eficiencia. A los veinte años ya era conocido como "La Sombra", el sicario que nunca fallaba, el que no dejaba rastro. Mientras Ernesto estudiaba administración y se preparaba para la parte "legítima" del negocio, él se hundía cada vez más en la oscuridad.
—¿Víctor?
La voz de Anali lo trajo de vuelta al presente. Le estaba ofreciendo un plato con frijoles y atún, lo mejor que había podido improvisar.
—Come —dijo, sentándose frente a ella en una silla metálica—. Necesitas recuperar fuerzas.
Anali tomó el plato con manos temblorosas.
—Gracias —murmuró—. Por la comida y... por salvarme.
Víctor no respondió. No merecía su gratitud. No cuando la había metido en un mundo del que quizás nunca podría escapar.
El teléfono en su bolsillo vibró. Era un mensaje encriptado de uno de sus contactos dentro de la organización: "Confirmado. La orden vino de arriba. Familia involucrada. Ten cuidado, hermano."
Víctor sintió que la sangre se le helaba en las venas. Sus sospechas se confirmaban. La traición venía de dentro, de alguien lo suficientemente poderoso como para ordenar un ataque en plena boda. Alguien de la familia.
Miró a Anali, que comía en silencio, ajena a la gravedad de lo que acababa de descubrir. Se veía tan perdida en ese vestido de novia manchado, tan fuera de lugar en su mundo de violencia y traición.
"Te sacaré de esto", se prometió en silencio. "Aunque tenga que mancharme aún más las manos."
Porque si algo había aprendido en todos sus años como sicario, era que la lealtad y la sangre rara vez iban de la mano. Y ahora, por alguna razón que ni él mismo comprendía del todo, su lealtad estaba con ella. Con la mujer que debería haber sido su cuñada. Con la única persona inocente en un juego donde todos los demás eran culpables.