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Afuera, la noche es caótica. Los disparos rasgan el aire como relámpagos sonoros, las llantas de los vehículos rechinan contra el asfalto y sombras furtivas corren en todas direcciones. El mundo que Anali conocía se ha desmoronado en cuestión de minutos, transformando su boda soñada en una pesadilla de la que no puede despertar.

El vestido blanco de Anali, aquel que había elegido con tanto esmero meses atrás, ahora está manchado con sangre que no es suya. La tela de seda italiana, antes inmaculada, presenta ahora salpicaduras carmesí que se expanden como flores macabras sobre el blanco virginal. Tropieza con la larga cola mientras corre, siguiendo a un hombre que nunca imaginó sería su salvador.

—¡Muévete! —le grita Víctor, su voz áspera cortando el aire como una navaja.

Anali apenas puede procesar lo que está sucediendo. Sus tacones se clavan en el suelo mientras avanza torpemente, con la respiración entrecortada y el corazón martilleando contra su pecho. El maquillaje se le ha corrido por las lágrimas, dejando surcos negros en sus mejillas.

—¿Dónde está Daniel? —grita ella entre sollozos, refiriéndose a su prometido desaparecido—. ¡No me iré sin él!

Víctor se gira bruscamente, sus ojos oscuros clavándose en ella con una intensidad que la paraliza. Por un instante, Anali ve algo más que frialdad en esa mirada: hay urgencia, hay miedo.

—Tu prometido no está, y si no te mueves ahora, no estarás tú tampoco —responde secamente mientras la toma del brazo con fuerza.

La arrastra hacia un Audi negro estacionado en la parte trasera de la iglesia. Con un movimiento fluido, abre la puerta del copiloto y prácticamente la empuja dentro. El vestido se amontona alrededor de ella como una nube ensangrentada. Antes de que pueda protestar, Víctor ya está en el asiento del conductor, encendiendo el motor con un rugido.

El auto arranca con tal violencia que Anali se golpea contra el respaldo. Las ruedas chillan contra el pavimento mientras se alejan del lugar donde, minutos antes, debería haberse convertido en esposa.

—¿Qué está pasando? —exige saber, luchando por mantener la compostura—. ¿Dónde está Daniel? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Por qué dispararon?

Víctor mantiene la vista fija en la carretera, sus manos enguantadas aferrándose al volante con tanta fuerza que sus nudillos se blanquean bajo el cuero negro. Su perfil es duro, cincelado como una estatua de mármol, con esa mandíbula tensa y los labios apretados en una línea recta.

—Alguien quiere verte muerta —dice finalmente, su voz tan fría como el hielo—. Y a juzgar por el operativo, ese alguien tiene recursos.

Anali siente que el aire abandona sus pulmones. Se mira las manos temblorosas, manchadas con la sangre de algún invitado o atacante, ya ni siquiera sabe de quién.

—Eso es absurdo. Yo no soy nadie. ¿Por qué alguien querría...?

—No eres nadie, pero ibas a casarte con un Morales —la interrumpe Víctor, tomando una curva cerrada a toda velocidad—. Y en este mundo, eso te convierte en alguien.

El apellido Morales. La familia de Daniel, ahora casi la suya. Una familia respetable de empresarios, según le habían dicho. Pero las miradas furtivas, las conversaciones interrumpidas cuando ella entraba a una habitación, los guardaespaldas disimulados... todo cobraba un nuevo y terrible sentido.

—Tú... —Anali traga saliva, recordando los rumores que había escuchado sobre el hermano mayor de Daniel—. Dicen que eres un asesino. Que trabajas para la mafia.

Una sonrisa amarga curva los labios de Víctor.

—No creas todo lo que oyes, princesa. La realidad suele ser peor.

Anali se encoge en su asiento, sintiendo el peso de esas palabras. El vestido de novia se siente ahora como una burla cruel, un recordatorio de la vida normal que creyó que tendría.

—¿Y Daniel? —insiste, con un hilo de voz—. ¿Está...?

—No lo sé —responde Víctor, y por primera vez, Anali detecta un atisbo de emoción en su voz—. Pero si es inteligente, estará escondido.

Un silencio tenso se instala entre ellos mientras el auto devora kilómetros. Las luces de la ciudad se desdibujan a través de las ventanillas tintadas. Anali observa el perfil de Víctor: los tatuajes que asoman por el cuello de su traje negro, la cicatriz casi imperceptible que cruza su ceja izquierda, la tensión constante en sus hombros. Este hombre es un extraño para ella, a pesar de las cenas familiares y las reuniones donde apenas intercambiaron palabras.

El impacto llega sin aviso.

Un vehículo negro embiste el costado del Audi con tal fuerza que el mundo de Anali gira sobre su eje. El cinturón de seguridad se clava en su pecho, cortándole la respiración. El chirrido del metal contra metal es ensordecedor.

—¡Agáchate! —grita Víctor, mientras recupera el control del volante con una habilidad sobrehumana.

Anali apenas tiene tiempo de obedecer cuando el cristal de la ventanilla trasera estalla en mil pedazos. El sonido inconfundible de disparos llena el interior del vehículo.

Víctor pisa el acelerador a fondo. El motor ruge como una bestia herida mientras zigzaguea entre el tráfico nocturno. Sus movimientos son precisos, calculados, como si hubiera ensayado esta situación cientos de veces.

—¡Nos van a matar! —grita Anali, con las manos sobre la cabeza.

—No hoy —responde él con una determinación feroz.

El auto perseguidor se mantiene pegado a ellos, embistiéndolos nuevamente. Anali siente que su cuerpo se sacude violentamente. El vestido se enreda en sus piernas, limitando sus movimientos.

Víctor toma una decisión repentina y gira el volante bruscamente, metiéndose en un callejón tan estrecho que los espejos retrovisores raspan las paredes. El vehículo que los persigue intenta seguirlos, pero es demasiado ancho. El sonido del metal desgarrándose resuena en la noche mientras queda atascado entre los edificios.

No se detienen. Víctor conduce como si conociera cada rincón de la ciudad, cada atajo, cada escondite. Finalmente, después de lo que parece una eternidad, el paisaje urbano da paso a una zona industrial abandonada. Naves oxidadas y chimeneas sin uso se recortan contra el cielo nocturno.

El auto se detiene junto a un edificio decrépito. El silencio que sigue al apagado del motor es casi tan aterrador como la persecución.

—¿Dónde estamos? —pregunta Anali, su voz apenas un susurro.

Víctor la mira directamente por primera vez desde que comenzó la huida. Sus ojos son pozos oscuros donde Anali no puede leer nada.

—En el único lugar donde estarás a salvo por ahora —responde, y hay algo en su tono que le eriza la piel—. Bienvenida a mi mundo, Anali. Espero que seas fuerte, porque no hay vuelta atrás.

Ella mira su vestido de novia arruinado, las manchas de sangre ahora secas sobre la seda blanca. Un símbolo perfecto de cómo sus sueños se han convertido en pesadilla en cuestión de horas.

—No tengo opción, ¿verdad? —murmura, más para sí misma que para él.

Víctor no responde. No hace falta. Ambos saben que la vida de Anali, tal como la conocía, ha terminado esta noche.

  

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