LA SOMBRA DEL MAFIOSO
LA SOMBRA DEL MAFIOSO
Por: Devon
1

El reflejo en el espejo le devolvió la imagen de una mujer que apenas reconocía. Anali Montero, veinticinco años, heredera de una de las familias más influyentes de la ciudad, estaba envuelta en un vestido de novia que costaba más que un apartamento en el centro. Seda italiana, encaje francés y perlas cultivadas se entrelazaban sobre su cuerpo como una segunda piel, creando la ilusión de perfección que todos esperaban de ella.

—Quieta, cariño —murmuró su madre mientras ajustaba la tiara de diamantes sobre su cabello recogido—. Una novia Montero debe ser impecable.

Anali contuvo la respiración. Impecable. Esa palabra la había perseguido toda su vida. Desde pequeña, cada paso, cada palabra, cada decisión había sido cuidadosamente supervisada para mantener el apellido Montero en lo más alto. Ahora, a minutos de convertirse en la esposa de Alejandro Vega, sentía que culminaba el guion perfecto que habían escrito para ella.

—¿Estás nerviosa? —preguntó Claudia, su mejor amiga y dama de honor, mientras le entregaba una copa de champán.

—No —mintió Anali, bebiendo un sorbo—. Es lo que siempre he querido.

La suite nupcial del Hotel Imperial bullía de actividad. Maquillistas, estilistas, fotógrafos y familiares entraban y salían como en una coreografía ensayada. A través de la ventana, Anali podía ver los jardines donde se celebraría la recepción después de la ceremonia. Trescientos invitados, orquesta en vivo, flores importadas de Holanda. Todo digno de la unión de dos de las familias más poderosas de la ciudad.

Su padre, Ernesto Montero, entró en la habitación con su habitual aire de autoridad. Traje impecable, gemelos de oro, y esa mirada que siempre parecía estar evaluando ganancias y pérdidas.

—Mi princesa —dijo, besándola en la frente con cuidado de no arruinar su maquillaje—. Hoy sellas la alianza más importante de nuestras vidas.

Anali asintió, reconociendo el peso de sus palabras. No era solo una boda; era un contrato, una fusión empresarial disfrazada de romance. Aunque ella realmente creía amar a Alejandro. ¿Cómo no hacerlo? Era guapo, educado, de buena familia. El candidato perfecto.

—Papá, ¿quién es el hombre de traje gris que está en el vestíbulo? —preguntó, recordando a un desconocido que había visto al llegar—. No lo reconozco de nuestras listas.

Una sombra cruzó el rostro de su padre.

—Negocios, hija. Siempre hay invitados de último momento. No te preocupes por eso hoy.

Pero algo en su tono alertó a Anali. Después de veinticinco años, conocía bien los matices en la voz de su padre cuando ocultaba información.

Al salir hacia la iglesia, notó que la seguridad había aumentado. Hombres de traje oscuro y comunicadores en el oído flanqueaban cada entrada. Uno de ellos, particularmente joven, tamborileaba nerviosamente los dedos contra su pierna mientras escaneaba la multitud.

—¿Está todo bien? —preguntó a Raúl, el jefe de seguridad familiar que conocía desde niña.

—Por supuesto, señorita Anali —respondió con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Solo el protocolo habitual para un evento de esta magnitud.

La Catedral de San Sebastián resplandecía bajo el sol de la tarde. Columnas de mármol, vitrales centenarios y el aroma de miles de rosas blancas creaban el escenario perfecto. Anali esperó en la limusina mientras los invitados tomaban sus lugares. A través del vidrio polarizado, observaba fragmentos de su futuro: familias poderosas, políticos, empresarios, todos reunidos para presenciar la unión que consolidaría imperios.

Su padre le ofreció el brazo cuando llegó el momento. La marcha nupcial comenzó a sonar y las puertas de la catedral se abrieron de par en par. Anali avanzó por el pasillo central, consciente de cada mirada, de cada flash de cámara, de cada suspiro de admiración. Al final del camino, Alejandro la esperaba junto al altar. Guapo, elegante, pero extrañamente tenso. Sus ojos, usualmente cálidos, parecían distantes, como si su mente estuviera en otro lugar.

"Son los nervios", se dijo Anali. "Los míos también están a flor de piel".

Fue entonces cuando lo vio. En la esquina más alejada de la iglesia, parcialmente oculto tras una columna, un hombre observaba la ceremonia con expresión impenetrable. Alto, de complexión atlética, con un traje negro que no lograba ocultar del todo los tatuajes que asomaban por su cuello. Víctor Vega, el hermano mayor de Alejandro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Anali. Víctor era la oveja negra de los Vega, el hijo que había rechazado el negocio familiar legítimo para sumergirse en las sombras. Los rumores sobre él eran abundantes: sicario, contrabandista, la mano ejecutora de operaciones que nadie quería mencionar en voz alta. Anali solo lo había visto tres veces en su vida, y en cada ocasión, su presencia había dejado una estela de inquietud.

Sus miradas se cruzaron por un instante. Los ojos de Víctor, de un gris acerado, la estudiaron con una intensidad que la hizo tropezar ligeramente. Su padre apretó su brazo, devolviéndola a la realidad.

—Compostura —susurró.

Llegaron al altar. Alejandro tomó su mano, pero sus dedos estaban fríos, temblorosos.

—Estás hermosa —dijo mecánicamente.

El sacerdote comenzó la ceremonia. Palabras sobre amor eterno, compromiso y fidelidad resonaban bajo la cúpula sagrada mientras Anali sentía una creciente sensación de irrealidad. ¿Por qué Víctor estaba allí? ¿Por qué Alejandro parecía tan ausente en el día más importante de sus vidas?

—Si hay alguien que conozca algún impedimento por el cual esta pareja no deba unirse en sagrado matrimonio, que hable ahora o calle para siempre...

El silencio que siguió fue roto por un sonido que Anali tardó en reconocer. Un disparo. Seco, contundente, seguido de gritos y el caos. Las luces de la catedral se apagaron de golpe, sumiendo el lugar en una penumbra atravesada solo por los rayos de sol que se filtraban por los vitrales.

—¡Al suelo! —gritó alguien.

Anali sintió que Alejandro soltaba su mano. Lo vio alejarse, no hacia ella para protegerla, sino hacia un costado, perdiéndose entre las sombras y la confusión.

—¡Alejandro! —gritó, pero su voz se perdió entre el pánico general.

Más disparos. Gritos. El sonido de cristales rompiéndose. Anali quedó paralizada en medio del altar, su vestido blanco convertido en un blanco perfecto en la oscuridad.

De pronto, unas manos fuertes la sujetaron por la cintura, arrastrándola hacia un lateral de la iglesia. Intentó resistirse hasta que reconoció la voz que le hablaba al oído.

—Si quieres vivir, corre —ordenó Víctor, su aliento cálido contra su mejilla—. Tu prometido te ha vendido, princesa. Y ahora vienen por ti.

  

    

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