ALESANDRO RIZZO
Menuda noche de bodas. Estaba al lado de Valeria, esperando a que se recuperara de ese desmayo que tuvo. En verdad, menuda forma de asustarme cuando la vi desvanecerse en mis brazos. Toda la tensión a la que yo la he sometido le cobró factura, y en parte, eso me hace sentir mal.
—Dios, esto está mal —decido darme una ducha para despejarme, ya que no dormí en toda la noche por miedo a que le pasara algo a Valeria y yo no me diera cuenta.
Cuando salgo de la ducha, mi teléfono suena. Es el número de Santoro. Jamás le avisé que ya me casé con su hija.
—Santoro.
—¿Se puede saber por qué no hay nadie recogiéndome en el aeropuerto?
—Se me olvidó comentarte que ayer me casé con tu hija.
—¿¡Qué!? Se supone que yo debería estar allá con ella. ¡Eres un infeliz! —odiaba cuando comenzaban con eso.
—Yo no fui quien tomó esa decisión. Fue Valeria quien ordenó que se adelantara todo, que no quería esperar más.
Escucho de lejos cómo Santoro dice: "No puede ser".
—Tal vez, cuando sienta