En segundos, Rocco sale del auto y empieza a correr. La imagen de Caterina se desdibuja en su mente, sus ojos se humedecen y él, que no es un hombre muy creyente, empieza a pedir por qué ella no se encuentre en el auto y, si lo hace, que esté viva, que no esté herida. Rocco no siente nada, ni el golpe de las ramas, ni la dificultad y peligro del terreno; él solo desea llegar al mar, llegar al auto y sacar a su mujer de ahí.
Salvatore ordena a varios de los hombres seguir a su jefe y llama a una ambulancia. Mientras él hace lo mismo, corre hacia la playa y desciende por el barranco, golpeándose con ramas y rocas.
Caterina y Giovanni logran salir del auto y emergen a los pocos segundos, tosiendo, jadeando, vivos.
— Caterina, ¿estás bien?
— Sí. Pero, no estoy segura de poder nadar hasta la playa. — Ella no es una buena nadadora, pero sabe que si quiere seguir viviendo, debe intentarlo.
— Vamos, sostente de mí si te cansas, pero no me hundas — le