KELYRA
Nunca pensé que el silencio pudiera doler.
Pero esa noche, cuando intenté hablar con mi madre… lo hizo. No era un silencio vacío. Era denso. Como si cada palabra no dicha colgara en el aire, venenosa, esperando su momento para explotar.
Yo estaba en el umbral de su habitación, abrazando el marco de la puerta con los dedos fríos. El reflejo en el cristal de la ventana me devolvía la imagen de una chica que nunca se había sentido atractiva ni especial. Estatura promedio, delgada, de labios gruesos y rostro anguloso, con unos grandes anteojos que parecían demasiado pesados para su cara. Detrás de ellos, unos ojos violetas. Mi cabello, oscuro con reflejos púrpura, caía como una sombra sobre mis hombros. Siempre fui “la rara”. La que se escondía en libros. La que no sabía cómo habitar su cuerpo.
—¿Tú… alguna vez soñaste con alguien que no existe? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
Mi madre no respondió al principio.
Estaba sentada junto a la ventana, con una manta sobre las piernas y una taza de té entre las manos. Mara tenía el mismo color de ojos que yo, pero en ella no parecían mágicos… sino gastados. Su rostro, todavía hermoso, estaba marcado por un cansancio que no venía del trabajo ni de la edad, sino de algo más hondo. De algo que llevaba años arrastrando.
Sus dedos tensaron el borde de la taza. Luego levantó la mirada. Había algo escondido ahí. Algo que no quiso decir.
—¿Volvieron los sueños? —preguntó al fin, con voz temblorosa.
Esa palabra. “Volvieron”.
No preguntó si soñaba. Preguntó si volvieron. Como si supiera que nunca se habían ido. Como si no fuera la primera vez.
—¿Tú sabes algo? —insistí, sintiendo cómo el aire en la habitación se espesaba. Mi cuerpo entero se tensó. Mis latidos, golpeando como si quisieran escapar.
Ella bajó la mirada, como si temiera que yo pudiera descifrar lo que se escondía en sus ojos.
—Tú no deberías recordarlo aún.
—¿Recordar qué?
—Nada. Olvídalo, Kelyra. Estoy cansada.
Pero en su voz, no había cansancio. Había culpa.
No dormí esa noche. Me quedé observando el techo de mi habitación, abrazando el libro que ya no sabía si era buena idea conservarlo. No lo abrí. Sentía que hacerlo sería como cruzar un umbral sin retorno. Como decir “sí” a algo que todavía no entendía.
Pero a las 3:33 en punto, la marca volvió a arder. Esta vez, sangró.
No era sangre normal. Era espesa, oscura, con un tono granate que parecía tinta vieja. Me cubrí la muñeca con una venda, pero el calor no cedía. Y en ese instante… el libro se abrió solo.
No fue mi mano. No fue una ráfaga de viento. Fue el libro, como si tuviera vida propia, un alma dentro de el que suplicaba silenciosamente salir de una prisión invisible.
Y en la nueva página, apareció un fragmento de texto, escrito en tinta roja:
“El alma prometida arderá hasta que el pacto sea cumplido.”
“La sangre es la firma. El fuego, la prueba.”
Debajo, un símbolo diferente. No la media luna. Esta vez era un círculo entrelazado con dos espinas. Una de ellas parecía… una letra. Una inicial.
M.
Mi respiración se cortó.
Mi madre se llama “Mara”.A la mañana siguiente, fui al desván. Había algo en mi interior que ya no podía callarse. Una necesidad urgente de encontrar lo que siempre había estado oculto.
En el fondo de un viejo baúl, bajo fotografías rotas y cartas sin destinatario, encontré un diario. El de mi madre. Cubierto de polvo, sin nombre. Pero al abrirlo, lo supe. Era suyo.
La primera página estaba escrita con letra apretada:
“Si estás leyendo esto, es porque ya empezó.”
“Perdóname, hija. Lo hice por ti. Lo hice para que vivieras.”
Y luego… palabras que me helaron la sangre:
“En el invierno de tu nacimiento, él vino a buscar lo que le correspondía. Yo ofrecí mi alma. Él dijo que no. Que no era yo quien lo llamaba. Que era ella. Que eras tú.”
“Yo firmé con mi sangre. Para salvar tu vida. Para devolverte a él.”
“El precio era el alma de la madre… y el corazón de la hija.”
Me caí al suelo. Literalmente. Las piernas dejaron de sostenerme. Sentí que todo lo que creía sobre mi vida, sobre mi origen, se desmoronaba como papel mojado. No era libre. No lo había sido nunca.
Mi existencia no era una casualidad. Era el resultado de un pacto. De una deuda. De una promesa que mi madre firmó con sangre… y que yo debía cumplir.
¿Quién era él? ¿El del sueño? ¿El de los ojos dorados? ¿Ese que pronuncia mi nombre como si fuera parte de su condena?
Esa noche, lo vi más claro. No en un sueño. En mi espejo. Estaba allí, detrás de mí. No en cuerpo. No del todo. Pero su silueta… su voz… su energía. Se materializó como un susurro caliente en mi cuello.
—Ya casi estás lista —dijo.
Me giré, pero no había nadie. Y sin embargo… el espejo no mostraba mi reflejo. Mostraba el suyo.
Mi madre me encontró sentada frente a él, con los ojos abiertos y los labios secos.
—Tú sabías —le dije—. Sabías que él venía por mí.
—Sí.
—¿Qué soy para él?
Ella no respondió de inmediato. Caminó hacia la ventana, con una lentitud que me pareció más emocional que física. Y entonces, sin girarse, lo dijo:
—Eres lo que él perdió. Eres lo que él no pudo destruir. Eres su recuerdo… hecho carne otra vez.
—¿Y tú? ¿Qué eres tú?
—Soy la mujer que te trajo a este mundo con las manos sucias de desesperación.
Silencio.
—¿Y si no quiero cumplir ese pacto? —pregunté, apenas susurrando.
—Entonces él te hará arder. Hasta que lo recuerdes todo.
Esa madrugada, el libro se abrió una vez más.
El sonido fue seco, casi orgánico, como si las páginas crujieran no por el paso del tiempo… sino por algo que respiraba entre ellas.
La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la débil luz de una vela que se consumía lentamente sobre el alféizar. Afuera, la tormenta golpeaba los cristales con furia contenida, pero dentro, todo era un silencio expectante. Un silencio que pesaba.
Entonces sucedió.
La marca en mi muñeca ardió y comenzó a brillar.
No como antes. No como un destello suave. Esta vez fue brutal. Una luz escarlata se derramó desde mi piel y bañó las paredes de rojo, proyectando sombras deformes que se movían solas. Las esquinas del cuarto parecieron encogerse, respirar. Los muebles crujieron como si se retorcieran bajo la fuerza de algo antiguo. Algo que despertaba conmigo.
Y el libro... el libro brillaba también.
La tinta de las letras parecía viva, temblando en cada trazo, como si acabara de ser escrita con sangre caliente. El mensaje ya no era un susurro, ni una advertencia.
Era una sentencia.
“No hay cielo que la reclame. No hay infierno que lo niegue. Ella es suya. Ella siempre fue suya.”
Y debajo, por primera vez… El nombre volvió a aparecer.
Lucien.No sé por qué, pero al leerlo esta vez, no sentí miedo. Sentí… reconocimiento. Como si, después de tantas vidas, al fin comenzara a recordar.