Lo primero que sentí fue calor.
No el tipo de calor que abraza, reconforta o arropa. Era un calor seco, cruel, de esos que lamen las heridas internas. Como si algo dentro de mí se hubiera encendido desde lo más hondo, encendiendo cada vena, cada recuerdo. Un fuego antiguo. Ancestral.Abrí los ojos de golpe, jadeando. El cuarto seguía siendo el mismo… y sin embargo, ya no lo era. Las sombras parecían más densas, el aire más espeso. Había una electricidad sutil vibrando bajo la piel de las paredes, y en el ambiente flotaba un olor metálico, como hierro quemado o ceniza mojada.
Me incorporé con lentitud. Todo en mí dolía, pero no como un golpe físico, sino como si mi cuerpo hubiese sido… reescrito. Algo pesaba sobre mi espalda. No algo físico. Algo más profundo. Algo que ardía.
Me acerqué al espejo, descalza, tambaleándome como quien camina por primera vez. La camiseta holgada colgaba de mi cuerpo como si ya no me perteneciera. La aparté con torpeza, giré sobre mí misma… y lo vi.
El sello.
Negro como la tinta de una maldición. Vivo como una herida reciente.
Tallado entre mis omóplatos con una precisión inhumana, se abría como una flor rota. A su alrededor, runas antiguas se enroscaban como raíces bajo mi piel, vivas, serpenteantes. En el centro, una media luna invertida. El mismo símbolo que me aparecía en la muñeca durante las madrugadas. Solo que esta vez… no iba a desaparecer.
La marca era eterna.
El corazón me latía con tanta violencia que tuve que sostenerme del borde del lavabo.
No era un tatuaje. No era una quemadura. Era una sentencia escrita en mi piel.
Me incliné hacia el espejo y, por reflejo, busqué mis gafas. Estaban sobre la mesa de noche, intactas. Dudé. Por primera vez en mi vida, dudé si quería ponérmelas.
Lucien me las había quitado la noche anterior. Lo había hecho con una suavidad que me desarmó, como si despojarme de ellas fuera despojarme de todas las máscaras que usaba para esconderme del mundo. Pero ahora... sentía que las necesitaba. No para ver. Para protegerme. Para recordar quién había sido antes de que todo cambiara. Las tomé entre las manos, pero no me las puse. Me miré al espejo a los ojos desnudos. Y lo reconocí. Algo había cambiado en mi mirada. En el reflejo no solo estaba yo. Había… otra cosa. Otra presencia. Una sombra en mi iris. Una luz ajena brillando en mi centro.La puerta se abrió de golpe.
Mi madre.
—¡Kelyra!
Entró como un vendaval, jadeando. Aún llevaba el uniforme de enfermera. En su rostro había algo más que angustia: era terror. Un miedo antiguo, aprendido, como si supiera exactamente qué venía a encontrar.
Me quedé quieta. No dije una palabra.
Ella me observó, con la respiración cortada, hasta que sus ojos se posaron en mi espalda desnuda. El color se le fue del rostro. Dio un paso atrás.
—¿Te tocó? —susurró.
Me dolió oírla así. Rota. Culpable.
—No lo sé. Soñé con él. Pero… no fue solo un sueño. Me besó. Y cuando desperté… estaba ahí.
Ella cerró los ojos como si una plegaria se le hubiera quebrado en la garganta.
—Dios… te selló.
—¿Qué significa eso? —pregunté, aunque algo dentro de mí ya lo intuía.
—Que ahora le perteneces. Que puede encontrarte. Que no hay dónde esconderse.
Sentí el ardor subir por mi espalda otra vez. Como si la marca reaccionara a sus palabras. Me crucé de brazos, tapándome, aunque ya no había nada que ocultar.
—¿Por qué? ¿Por qué yo?
Ella bajó la mirada. Se sentó al borde de la cama, como si sus piernas ya no fueran suficientes para sostenerla.
—Porque hice un pacto. Cuando estabas muriendo… no tenía a quién acudir. Tu corazón apenas latía. Suplicaba a quien fuera. A lo que fuera.
—¿Y él respondió?
Asintió con los labios temblando.
—Lucien vino sin anunciarse. Sin alas ni fuego. Se presentó como un hombre, pero yo… supe que no lo era. Me dijo que te conocía. Que tu alma lo buscaba desde hacía vidas. Que no era la primera vez que morías. Y me hizo una promesa: que te salvaría. Pero a cambio…
—A cambio de mí.
Mi voz fue un hilo. No una pregunta. Una confirmación.
Mi madre no respondió. Solo asintió, con los ojos cristalizados.
Y entonces entendí. Todo.
Las mudanzas. La falta de raíces. El miedo constante en sus ojos. Nunca estuvimos huyendo de algo físico. Estábamos huyendo de él. De lo inevitable. Del destino grabado en mi espalda.
La noche se apoderó lentamente de la ventana. Afuera, Abadon Hills se sumergía en esa neblina azulada que parecía hecha de recuerdos mal enterrados.
Me senté por horas en el suelo, abrazando mis piernas, con la manta sobre los hombros. La marca ardía bajo la tela como una herida viva.
Miré mis gafas sobre la mesita. Las tomé entre las manos. Las acaricié como quien acaricia un recuerdo. Eran parte de mí. De la niña solitaria que se refugiaba en las bibliotecas, que escondía su rostro tras esos cristales enormes. La chica invisible. La que se sentía segura detrás del lente. La que creía que no era especial. La que pensaba que nunca sería deseada.
Y ahora… era la promesa de un demonio inmortal.
No sabía si tirarlas o aferrarme a ellas. Así que las dejé en el suelo, como si ya no supiera a qué parte de mí pertenecían. La marca seguía latiendo. Y con cada pulsación, lo sentía más cerca.
Lucien.
No físicamente. Sino… dentro.
Como si su aliento viviera ya en mi pecho. Como si sus ojos se hubieran instalado tras mis párpados. Como si el beso que me robó me hubiera tatuado más profundamente que cualquier símbolo. Y lo peor… lo más imperdonable… Era que una parte de mí lo deseaba.
No por amor. No todavía.
Sino por ese impulso devastador que empuja a las llamas a consumir lo que tocan. Porque tal vez yo también fui hecha de fuego. Y estaba empezando a recordar cómo arder.