La mañana siguiente cayó sobre la casa como un manto pesado, envolviendo cada rincón en un silencio denso, casi reverente. Nerea despertó con el corazón palpitando irregularmente, como si hubiera pasado la noche corriendo. No recordaba haber dormido bien. Había soñado con manos que no veía, con respiraciones que no eran suyas, con pasos que se detenían justo antes de entrar a su habitación. Cuando abrió los ojos, la sensación persistía: alguien había estado allí.
Intentó convencerse de que solo era el residuo de la tensión. Habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo: la llegada de Santiago con noticias incompletas, los comportamientos extraños de Elías, la propia confesión de María sobre aquella mujer que le robaba la risa. La casa estaba saturada de voces no dichas y verdades que se mordían la cola.
Bajó a la cocina. María, sin maquillaje y con una túnica ligera, la esperaba con una taza de café entre las manos. Había algo derrotado en la manera en que sostenía la porcelana.
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