Risa no sintió su cuerpo cuando la oscuridad la tragó.
No había arriba ni abajo.
No había frío ni calor.
Solo la sensación amarga de ser llevada hacia un sitio que no era un lugar, sino una conciencia.
Una conciencia que no debía existir.
La sombra la arrastró como si nadara dentro de un sueño viscoso, hasta que finalmente sus pies tocaron algo sólido.
O lo que su mente interpretó como sólido.
Un suelo hecho de obsidiana líquida.
Cada paso emitía ondas, como agua negra.
Al frente, la silueta del Señor Oscuro permanecía inmóvil.
No tenía rostro, pero aun así Risa sintió que la observaba.
Que la leía.
Que la medía.
—¿Donde… estoy? —logró preguntar, con la voz débil.
La criatura inclinó la cabeza un milímetro.
—En el umbral de tu propia verdad. Donde tus memorias no pueden mentirte. Donde lo que eres y lo que fuiste… se cruzan.
Risa sintió un nudo en la garganta.
—No soy tuya —dijo, forzando las palabras—. No voy a ir contigo.
Una vibración recorrió la oscuridad.
Un eco sutil, parecido a