La noche era tan espesa que parecía absorber los sonidos.
Ni siquiera los susurros de las hojas se atrevían a romperla.
El castillo dormía bajo el peso de un silencio anormal, un mutismo que no era paz, sino contención.
Risa despertó sobresaltada.
El corazón le martillaba en el pecho como si intentara escapar de su propio cuerpo.
Había soñado con fuego.
Con un fuego que respiraba.
Pero no era un sueño: el aire en su habitación aún temblaba, como si acabara de pasar una tormenta invisible.
Se incorporó lentamente.
Su piel aún brillaba con restos de luz dorada, pero esa luminiscencia no provenía de ella, sino de algo dormido debajo, una energía que no terminaba de apagarse.
Se tocó el pecho.
El latido era doble.
Una pulsación suya y otra que no le pertenecía.
—Noctara… —susurró, pero su voz se perdió.
El espejo frente a ella vibró.
Y en su superficie apareció un reflejo que no era el suyo.
Los mismos ojos, la misma forma… pero la mirada no era humana.
Había un resplandor en las pupilas,