El amanecer no llegó como antes.
No hubo aurora, ni el canto de los cuervos que solían anunciar el cambio de guardia.
Solo un resplandor indeciso, suspendido entre la noche y el día, como si el cielo no lograra decidir a cuál de los dos obedecer.
Era el primer signo.
El mundo comenzaba a oscilar.
Noctara lo sintió incluso antes de abrir los ojos.
La línea entre el sueño y la vigilia se había disuelto; podía oír los pensamientos de las piedras, el zumbido de los insectos bajo tierra, la respiración del fuego que Risa había aprendido a contener.
Todo vibraba en un compás irregular, un pulso nuevo que se expandía más allá de los muros.
“Ha empezado”, pensó, y se incorporó lentamente.
El aire en su cámara era pesado, como si estuviera lleno de polvo invisible.
Pero no era polvo. Era memoria, partículas de energía que el equilibrio recién nacido no podía sostener.
El alma fusionada había trastocado las leyes del flujo vital; ahora, el mundo debía reajustarse o quebrarse.
Bajó a las criptas