El silencio no era vacío.
Tenía textura, un temblor subterráneo que recordaba la vibración del metal antes de romperse.
Rhaziel abrió los ojos y lo primero que vio fue la luz suspendida: una aureola sin fuente, flotando sobre un suelo que no existía.
El aire olía a ceniza y a memoria quemada.
Trató de incorporarse, pero no había cuerpo.
No había peso, ni piel, ni huesos; solo la noción de su forma, un contorno hecho de pensamiento.
Aun así, el dolor persistía, como un eco físico imposible de olvidar.
«Así que esto es el sello», pensó.
El espacio alrededor respiraba.
Cada pulso de esa oscuridad translúcida parecía tener un corazón propio.
Le recordó las criptas del palacio, los templos subterráneos, los sitios donde el aire parecía observarte más de lo que tú podías observarlo.
De pronto, una voz retumbó en todas direcciones:
—Tú no eres bienvenido aquí.
No era una voz humana.
Era la suma de muchas voces, todas moduladas en un solo tono grave, como un coro de truenos sostenido dentro d