La puerta de la cámara interior no se abrió.
Rhaziel permaneció frente a ella con la mano suspendida en el aire, como si tocar la madera fuera suficiente para desencadenar algo irreversible. El vínculo ardía ahora sin disimulo, sin delicadeza. No era dolor. Era advertencia.
Dentro, Risa seguía de pie, inmóvil, como si el aire se hubiera solidificado a su alrededor.
—Respira —ordenó Noctara con voz firme—. No luches contra lo que acabas de despertar. Si te resistes, se va a clavar más hondo.
Risa obedeció… o lo intentó.
Cada inhalación traía consigo imágenes que no le pertenecían: un trono vacío bajo un cielo negro, cadenas hechas de juramentos antiguos, un nombre escrito en sangre sobre piedra viva. No gritó. No lloró. Eso era lo que más aterraba a Noctara.
—Ese nombre —dijo Risa al fin— no es solo suyo. Me pertenece… como si yo fuera una respuesta que él no esperaba.
Noctara la observó con atención renovada.
—Eso es peor de lo que pensé.
Rhaziel apoyó la frente contra la puerta.
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