El amanecer no llegó.
O, al menos, no como debería.
En vez del azul pálido que solía filtrar la luz entre las montañas, el cielo amaneció cubierto por un velo oscuro que se movía como humo bajo la luz. Parecía un presagio vivo, respirando sobre el mundo con un susurro que helaba la sangre.
Thallia lo sintió antes de abrir los ojos.
Fue como si una mano helada le presionara el corazón desde dentro. Abrió los párpados bruscamente, jadeando.
—Ya lo percibiste —murmuró Noctara, sentada en la roca opuesta, sin apartar la vista del horizonte ennegrecido.
La bruja parecía aún más pálida de lo normal, pero sus ojos… sus ojos brillaban con una intensidad demasiado afilada, como si la oscuridad del cielo se reflejara directamente en su mirada.
—Eso no es natural —dijo Thallia levantándose de golpe—. ¿Qué demonios es eso?
—Un aviso.
Noctara se incorporó.
—El sello del rey… la prisión donde encerraron su alma… está empezando a fracturarse.
Thallia la miró, incrédula.
—¿Eso no era algo bueno? ¿No