El amanecer no llegó a ese día como a los demás.
En el horizonte, la línea entre la noche y la luz parecía haberse quedado suspendida, negándose a decidir si debía avanzar o retroceder. El aire estaba inmóvil, cargado de una electricidad contenida que hacía vibrar los sentidos de cualquiera que tuviera magia en la sangre.
Rhaziel lo sintió primero, desde la torre del este.
Había dormido apenas dos horas, perturbado por un presentimiento que no lograba nombrar. La sensación era idéntica a la que precedía una tormenta: el aire húmedo, el pulso acelerado del mundo, el susurro de los árboles cambiando de idioma.
Abajo, en la explanada del templo, los acólitos del Archivo estaban ya en movimiento. Llevaban túnicas grises y antorchas encendidas, como si el fuego pudiera sustituir al sol que se negaba a nacer. En el centro, Thallila sostenía un cuenco con agua y sal; Noctara se encontraba a su lado, cubierta por un manto tan negro que parecía absorber el resplandor de las llamas.
Desde lo al