El aire en las Montañas de Ceniza era denso y áspero, cargado con el olor metálico de la roca quemada y el humo que emergía de grietas ocultas bajo la tierra. El círculo de piedra donde se llevaría a cabo el combate estaba rodeado por los guerreros Veynar, los ojos de todos fijos en Rhaziel y en el hombre que sería su oponente: el Campeón de la Ceniza.
Aquel gigante de piel curtida y torso desnudo, cubierto de tatuajes tribales y cicatrices de guerras pasadas, blandía un hacha doble cuya hoja brillaba con reflejos rojos como si hubiera sido forjada en fuego vivo. Nadie entre los presentes dudaba de su brutal fuerza; cada cicatriz era un recordatorio de que había derrotado a quienes alguna vez osaron desafiarlo.
Rhaziel, en cambio, no llevaba armadura pesada. Se había despojado de las placas que lo protegían para moverse con mayor agilidad, quedando solo con la cota ligera de cuero reforzado. En su mano derecha sostenía su espada de filo claro, herencia de sus antepasados, y en su mira